Después de haber deplorado la ruina de Israel, compara los lugares de su falsa adoración con Jehová, el Creador, y los exhorta a venir a Él y vivir. Pero Israel desechó el pensamiento del día malo. El mal tenía la sartén por el mango. El sabio guardó silencio, porque era un mal día. Sin embargo, el Espíritu llama al arrepentimiento. Pudiera ser que Jehová tuviera compasión de la aflicción de José.

Sin embargo, había quienes en medio de toda esta iniquidad profesaban desear el día de Jehová. El profeta les dice que debe ser un día de terror y de juicio, de tinieblas y no de luz. Deberían caer de un desastre a otro. Jehová no se agradó de sus ofrendas y sacrificios; No podía soportar sus fiestas solemnes; Él deseaba juicio y justicia. Pero el pueblo había sido el mismo desde el principio: no era a Él a quien adoraban en el desierto, sino a su Moloch y su Remphan, que se habían hecho a sí mismos; y serían llevados cautivos, incluso más allá de la tierra que ahora era el objeto de su pavor.

Este último llamado del profeta implica una instrucción profundamente importante. El mal principio que era su ruina había estado entre ellos desde el principio: la interposición del poder de Dios lo había detenido y había desviado su efecto; pero allí estaba, y con la decadencia de la fe y la piedad, cuando los intereses humanos ya no lo restringían, el mismo mal había reaparecido. Los becerros de Dan y Betel no fueron más que una renovación del becerro que hicieron en el desierto.

El pueblo de Israel se mostró en su verdadero carácter, a pesar de toda la paciencia de Dios; y el juicio data del primer acto que manifestó lo que tenían en su corazón. Aquí nuevamente vemos a todo Israel visto moralmente como uno, cuando se habla de las diez tribus. Pero esto se hace evidente de una manera clara y llamativa por toda la profecía.

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