Abraham ya conoció esta costumbre de transmisión de bienes a la muerte (Gn. 15:3, 4).

Sólo los hijos de la esposa legítima tenían derecho a herencia. Los hijos de una concubina quedaban excluidos de ella. Ismael, hijo de la esclava, no podía heredar con el hijo de la libre (Gn. 21:10). Abraham despidió, con dones, a los hijos tenidos con sus concubinas (Gn. 25:5, 6). En cambio, todos los hijos de Jacob recibieron iguales derechos.

Las hijas heredaban en ocasiones con el mismo derecho que los hijos (Jb. 42:15).

Según la ley de Moisés, los bienes de un hombre eran divididos, a su muerte, entre sus hijos. El primogénito recibía el doble de lo que recibían los demás (Dt. 21:15-17). Si no había hijos, la herencia era para las hijas (Nm. 27:1-8), que en tal caso no podían casarse fuera de su tribu (Nm. 36; Tob. 6: 10-13).

Si las circunstancias exigían que alguien de otra familia se casara con una heredera única, los hijos nacidos de este casamiento llevaban el nombre de su abuelo materno (1 Cr. 2:34-41; Esd. 2:61).

Si el difunto no había tenido hijos, la herencia iba a su/s hermano/s; si no los había, iba al pariente más próximo (Nm. 27:9-11).

Las administraciones griega y romana introdujeron nuevos usos y costumbres, y los términos testamento y testador se hicieron familiares entre los judíos (He. 9:16, 17).

En sentido espiritual, somos herederos de Dios, habiendo venido a ser realmente hijos de Él por la adopción del Espíritu, el cual nos hace clamar «¡Abba!» (Padre, lit. «papá», Ro. 8:17). Ya Abraham había recibido, por la fe, la promesa de que sería «heredero del mundo», lo que también nos está reservado (Ro. 4:13-16). El creyente estaba sometido antes a la esclavitud de la Ley del AT, pero ahora, como dice Pablo «ya no eres esclavo sino hijo y si hijo también heredero de Dios por medio de Cristo» (Gá. 3:18; 4:1-7 cp. Gá. 4:30, 31). Cristo, el Hijo unigénito del Padre, es de derecho, el heredero de todas las cosas (He. 1:2) Por su gracia somos también herederos juntamente con Él (Ro. 8:17; Ef. 1:11). Estando justificados, hemos venido a ser en esperanza herederos de la salvación y de la vida eterna (He. 1:14; Tit. 3:7). Dios mismo nos garantiza esta herencia al darnos el sello y la prenda de su Espíritu (Ef. 1:13-14), confirmando la promesa con un solemne juramento (He. 6:17-18). En su bondad, Dios ya nos revela ahora «las riquezas de la gloria de su herencia en los santos» (Ef. 1:18), y nos hace «aptos para participar de la herencia de los santos en luz» (Col. 1:12), prometiéndonos «la recompensa de la herencia» (Col. 3:24), por cuanto «nos ha hecho renacer ... para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible reservada en los cielos para vosotros» (1 P. 1:3, 4). Se debe destacar el hecho de que el mismo Dios es la herencia de los creyentes (Dt. 10:9; 18:2; Jos. 13:14; Sal. 16:5-6) así como nosotros somos herencia de Él (Dt. 9:26, 29; 1 R. 8:53; Sal. 2:8; 33:12).


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