En el oriente se ha considerado desde siempre como un sagrado deber acoger, alimentar, alojar y proteger a todo viajero que se detenga delante de la tienda o del hogar.

El extraño es tratado como huésped, y los que de esta manera han comido juntos quedan atados por los más fuertes lazos de amistad, confirmados por mutuos presentes y pasados de padre a hijo.

La ley de Moisés recomendaba la hospitalidad (Lv. 19:34), que era también para los griegos un deber religioso.

La manera actual de actuar entre los árabes es algo que recuerda las más antiguas formas de hospitalidad hebrea. Un viajero puede sentarse ante la puerta de alguien que le es perfectamente desconocido, hasta que el dueño de la casa le invite a cenar. Si prolonga su estancia por algo de tiempo, no se le hará pregunta alguna acerca de sus intenciones; podrá partir en cuanto quiera sin más pago que un «¡Dios sea contigo!».

Con el crecimiento de la población hebrea se vio la apertura de numerosos mesones (véase MESÓN), pero la hospitalidad familiar persistió igual. Hay de ellos numerosos ejemplos en el AT (Gn. 18:1-8; 19:1-3; 24:25, 31-33; Éx. 2:20; Jue. 19:15-21; 2 R. 4:8, etc.; cp. Jb. 31:32).

El rico malvado de Lc. 16:19-25 violó gravemente la ley de la hospitalidad.

El NT enseña cómo debe ser la hospitalidad cristiana (Lc. 14:12-13).

En gr., el término «hospitalario» es «philoxenos», amigo de los extraños (Tit. 1:8; 1 P. 4:9) y la hospitalidad es «philoxenia», amor a los extraños (Ro. 12:13; He. 13:2).

Este deber es tanto más llevadero cuanto que le acompaña una maravillosa promesa (Mt. 10:40-42).


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