Aquella actitud que reconoce el propio lugar bajo la condición de criatura de Dios, opuesta a la presunción, afectación u orgullo.

La persona humilde reconoce su dependencia de Dios, no busca el dominio sobre sus semejantes, sino que aprende a darles valor por encima de sí mismo (Jb. 22:29; Sal. 10:17; Pr. 3:34; 29:23; Is. 57:15; Ro. 12:16).

Dios mismo atiende a los humildes (2 Co. 7:6), y les da gracia (1 P. 5:5).

A su tiempo, Dios exaltará a los humildes sobre los soberbios que los oprimen (Sal. 147:6; Lc. 1:52).

El Señor Jesús es el paradigma de la humildad, pues siendo Dios de gloria, se humilló asumiendo naturaleza humana, y dio en todos sus pasos el verdadero ejemplo de humildad en todos sus tratos con los que le rodeaban (Mt. 11:29; cfr. Jn. 13:2-14; Mt. 23:8-12; Mr. 10:42-45).

La verdadera humildad se distingue de la forma falsa de humildad que lleva a una hipocresía. Se trata, más que de un voluntario desprecio de uno mismo, de una honesta valoración de uno mismo como criatura y de la adquisición de la consciencia de que nada somos ni tenemos que no nos haya sido dado por Dios, y que todo ello es a fin de que podamos servir con la actitud de corazón regida por el Espíritu Santo, y descrita, bajo el nombre de «fruto del Espíritu», en su multiformidad en Gá. 5:22, 23.


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