La ira, cuando se adueña del hombre, es generalmente una manifestación de la naturaleza pecaminosa del hombre que monta en cólera, y queda patente la desaprobación de Dios hacia ella y sus efectos. «La ira del hombre no obra la justicia de Dios» (Stg. 1:20), y las Escrituras insisten una y otra vez en contra de este estado de ánimo (Sal. 37:8; Pr. 12:16; 15:1; 19:19; 26:17; 27:4; 29:11; 2 Co. 12:20; Gá. 5:20; Ef. 4:31; Col. 3:8; 1 Ti. 2:8).

La ira, en el hombre, es pecaminosa en cuanto es fruto de su naturaleza caída, de su egoísmo.

Por la ira, el hombre puede llegar a perder el dominio propio, cosa que Dios detesta.

El creyente es exhortado a ser sobrio (1 Ts. 5:6; Tit. 1:8; 2:2, 12; 1 P. 1:13; 4:7; 5:8), lo cual implica evidentemente sobriedad en su manera de actuar, el dominio de sus emociones, para gloria de Dios.


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