9. LA ÚLTIMA SEMANA.

En Betania, María, hermana de Lázaro, ungió la cabeza y los pies de Jesús, durante la cena. El Señor vio en este gesto la señal profética de su próxima sepultura. Al día siguiente hizo una entrada triunfal en Jerusalén, montado sobre un asno. Al hacer esto, provocó la cólera de las autoridades, al presentarse públicamente como el Mesías, dando expresión del carácter pacífico del reino que había venido a fundar. Al día siguiente, al volver a la ciudad, maldijo una higuera que, llena de hojas, carecía sin embargo de frutos: símbolo notable de un judaísmo que, desviado de la verdad de Dios, pretendía sin poseer. Después, como al inicio de Su ministerio hacía tres años, expulsó del Templo a los mercaderes que profanaban los atrios. Este gesto de Jesús constituía un nuevo llamamiento a la nación israelita, apremiada a purificarse (Mr. 11:1-8). A pesar de la multitud de peregrinos que lo habían aclamado como Mesías durante Su entrada triunfal, y que seguían rodeándole jubilosamente, las autoridades religiosas siguieron manteniendo su actitud de hostilidad.

Al día siguiente (martes), Jesús volvió a la ciudad. Cuando llegó al Templo, los delegados del sanedrín le preguntaron en virtud de qué autoridad actuaba Él. Sabiendo que ellos ya habían decidido Su muerte, el Señor rehusó responderles, pero pronunció las parábolas de los dos hijos, de los viñadores malvados y de las bodas del hijo del rey (Mt. 21:23-22:14); éstas describen la desobediencia de las autoridades religiosas a los mandamientos divinos, su perversión del depósito sagrado confiado a la nación, el desastre que sobrevendría a su ciudad.

Se esforzaron en tenderle lazos para descubrir en Sus palabras un motivo de acusación o de denigración. Los fariseos y herodianos querían impulsarle a pronunciarse si era legítimo pagar el impuesto al César. Los saduceos le interrogaron acerca de la resurrección. Un doctor de la Ley le preguntó acerca del más grande mandamiento. Habiendo quedado todos reducidos al silencio, Jesús los desconcertó al preguntarles el sentido de las palabras de David dirigiéndose al Mesías como su Señor. Efectivamente, el Sal. 110 implica claramente que Jesús no cometía blasfemia al decirse Hijo de Dios e igual a Dios. Durante todo este día rugió la controversia, y Jesús acusó a los dirigentes indignos (Mt. 23:1-38). El deseo de ciertos griegos que querían verle le hizo presagiar que los judíos lo rechazarían, los gentiles lo seguirían, y que su muerte era inminente (Jn. 12:20-50).

Al salir del Templo, anunció tristemente a sus discípulos la próxima destrucción de aquel magnífico edificio; después, en una conversación con cuatro de los Suyos, habló con más detalles acerca de la destrucción de Jerusalén, de la difusión del Evangelio, de los sufrimientos futuros de Sus discípulos y de Su Segunda Venida (Mr. 13). Esta declaración muestra que, en medio de la hostilidad que se había desencadenado contra Él, Jesús tenía la visión perfectamente clara; iba por delante de la tragedia, sabiendo que ella le conduciría finalmente a la victoria.

El plan de la traición fue seguramente llevado a cabo aquella noche. Judas, uno de los doce, había estado indudablemente alienado durante mucho tiempo del ideal espiritual del Maestro. El Iscariote estaba frustrado porque Jesús no mostraba intenciones de establecer un reino terreno. Juan dice de Judas que era codicioso. Durante la cena de Betania, aquel avaro se dio finalmente cuenta de su antipatía irreductible contra Jesús. Encolerizado al darse cuenta de lo vano de sus esperanzas decidió entregar a su Maestro a las autoridades. Su traición cambió sus planes. Los adversarios habían decidido esperar a que terminara la Pascua y que las multitudes se hubieran dispersado. No sabiendo de qué acusar a Jesús, acogieron complacidos la proposición de Judas. Parece que a la mañana siguiente, que era miércoles, Jesús se aisló en Betania. El jueves por la tarde se tenía que sacrificar el cordero pascual; la cena conmemorativa, de la que tenían que participar todos los israelitas, se celebraba después de la puesta del sol. Esa cena marcaba el inicio de la fiesta de los panes sin levadura, que duraba siete días. Este día, Jesús envió a Pedro y a Juan para que prepararan la fiesta en la ciudad, para los doce y para Él. Sus instrucciones significaban probablemente que se dirigieran a casa de un discípulo o de un amigo (Mt. 26:18).

Al ordenarles que, al entrar en la ciudad, siguieran a un hombre con un cántaro de agua, Jesús tenía la intención de mantener secreto el lugar donde iban a comer, para impedir a Judas que lo denunciara a las autoridades, lo cual hubiera podido causar la interrupción de la última y preciosa conversación con los apóstoles.

El jueves por la noche, Jesús celebró con sus discípulos la cena pascual. Con respecto a la posición de algunos de que Jesús fue crucificado en la tarde en que se sacrificaba el cordero pascual, y que la cena de la Pascua que celebró con Sus discípulos tuvo lugar un día antes de la verdadera celebración, se debe decir que se basa en una interpretación muy restringida del significado de la expresión «comer la pascua» en Jn. 18:28. No hay discrepancia. Como bien observa Sir Robert Anderson: «La única cuestión pendiente, por lo tanto, es el que la participación de los sacrificios de paces de la fiesta (de los panes sin levadura, que duraban siete días) pudiera o no designarse con el término de "comer la Pascua". La misma Ley de Moisés nos da la respuesta: 'Sacrificarás la Pascua a Jehová tu Dios, de las ovejas y de las vacas ... No comerás con ella pan con levadura; siete días comerás con ella pan sin levadura'» («El Príncipe que ha de venir», Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, pág. 131). Anderson considera también en su obra otros aparentes problemas, mostrando la concordancia interna de los relatos evangélicos. Cristo no murió el día que se sacrificaba el cordero pascual, sino el siguiente, como lo registran Mateo, Marcos y Lucas. Sólo una errónea interpretación del lenguaje usado por Juan ha permitido llegar a una hipótesis tan ajena al relato evangélico.

La retirada de Judas tuvo lugar muy probablemente antes de la institución de la Cena del Señor (véase CENA DEL SEÑOR), y Jesús predijo dos veces la caída de Pedro; la anunció primero en el aposento alto, y después en el camino hacia Getsemaní. El Evangelio de Juan no relata la institución de la Cena del Señor, sino las últimas palabras a los discípulos. Jesús los preparó de cara a Su muerte, revelándoles que, gracias a la obra del Espíritu Santo, su comunión espiritual sería mantenida y hecha fructífera (Jn. 14-16). Juan también registra la sublime oración sacerdotal (Jn. 17). Camino de Getsemaní, Jesús advirtió a los discípulos que iban a ser dispersados, y los citó para después de Su resurrección, en Galilea. La agonía del huerto marcó el abandono total y definitivo de Su persona para el sacrificio supremo. Judas apareció en la noche, acompañado de la cohorte, destacada de la guarnición acuartelada cerca del Templo, bajo el pretexto de que se tenía que arrestar a un peligroso revolucionario (Jn. 18:3, 12). Había con estos hombres algunos levitas de la guardia y algunos criados de los principales sacerdotes. Judas sabía que Jesús tenía la costumbre de acudir a Getsemaní. Ciertos exegetas suponen que el traidor se dirigió primeramente al aposento alto y que, no hallando allí a Jesús, se dirigió al pie del monte de los Olivos, donde se hallaba el huerto. Después de unas breves palabras de protesta, Jesús se dejó arrestar; los discípulos huyeron.

La compañía armada lo condujo primero ante Anás (Jn. 18:13), suegro de Caifás. Jesús fue sometido a un interrogatorio preliminar por parte de Anás, mientras se convocaba el sanedrín (Jn. 18:13-14, 19-24). Es posible que Anás y Caifás residieran en el mismo edificio, porque el relato dice que las negaciones de Pedro fueron pronunciadas en el patio del palacio, mientras tenían lugar los interrogatorios ante Anás y, después, Caifás. Jesús rehusó, al principio, dar respuesta a las preguntas que se le hacían, y demandó la compulsación de los testigos de cargo. Anás lo envió atado a la residencia de Caifás, donde el sanedrín se había reunido con toda urgencia. Las deposiciones acerca de la blasfemia, que era el crimen que se le quería imputar, eran contradictorias. No se pudo dar prueba ninguna. Finalmente, el sumo sacerdote abjuró solemnemente al acusado para que dijera si era el Mesías. Jesús lo afirmó de una manera totalmente clara. El tribunal, furioso, lo condenó a muerte por blasfemia. Los jueces, entregando al condenado a innobles burlas, revelaron por ello mismo el espíritu de iniquidad con el que habían pronunciado la sentencia (Mr. 14:53-65).

Pero la Ley exigía que el sanedrín promulgara sus decretos de día, y no de noche. Así, el tribunal volvió a constituirse de nuevo, temprano, y repitieron el proceso (Lc. 22:66-71). Como los judíos no tenían derecho a ejecutar a los sentenciados sin el consentimiento del procurador romano, el sanedrín se dispuso a enviar a Jesús ante Pilato. Las prisas desvergonzadas de todo este procedimiento demuestran que el tribunal temía la intervención del pueblo, que hubiera podido impedir la ejecución. Pilato residía probablemente en el palacio de Herodes, sobre el monte Sion, no lejos de la mansión del sumo sacerdote. Todavía temprano, los miembros del sanedrín se dirigieron al pretorio para demandar que el procurador accediera a sus designios. Los judíos querían que Pilato les permitiera ejecutar al condenado sin que él viera la causa, pero Pilato se negó (Jn. 18:29-32). Entonces acusaron a Jesús diciendo «que pervierte a la nación, y que prohibe dar tributo a César, diciendo que él mismo es el Cristo, un rey» (Lc. 23:2). Cuando Jesús hubo admitido ante el gobernador su condición de rey, éste le interrogó sobre este punto particular (Jn. 18:33-38), y descubrió rápidamente que en Sus declaraciones no había un programa político de insurrección. Pilato afirmó que Jesús era inocente, y que quería liberarlo. Pero, en realidad, el procurador no se atrevió a oponerse a sus intratables administrados.

Después de haberle exigido encarnizadamente la ejecución de Jesús, Pilato recurrió a varios procedimientos mezquinos para quitar de sí aquella responsabilidad. Al saber que Jesús era galileo, lo envió a Herodes Antipas (Lc. 23:7-11), que se encontraba entonces en Jerusalén, pero Herodes rehusó juzgarlo. Mientras tanto, la multitud se acumulaba. Era costumbre liberar a un preso en la fiesta de la Pascua, por lo que el gobernador preguntó a la multitud qué preso quería que liberara. Es evidente que esperaba que la popularidad de Jesús haría que escapara de los principales sacerdotes. Pero éstos persuadieron a la muchedumbre que pidiera a Barrabás. El mensaje de la mujer de Pilato dando testimonio de la inocencia del Galileo aumentó sus deseos de salvarlo. A pesar de sus repetidas intervenciones en favor de Jesús, la muchedumbre se mostró implacable y ávida de sangre. El procurador, amedrentado, no tuvo la valentía de actuar en base a su convicción personal y se dejó arrancar el auto de ejecución. Mientras que, en el patio interior del palacio, Jesús sufría el suplicio de la flagelación, que precedía siempre al enclavamiento en la cruz, Pilato quedó embargado de dudas. Al presentarles al ensangrentado Jesús, coronado de espinas intentaba de nuevo satisfacer a los judíos, que, enardecidos por lo que ya habían conseguido, clamaron: «Debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios» (Jn. 19:1-7). Estas palabras renovaron en Pilato sus temores supersticiosos. Aún otra vez interrogó privadamente a Jesús, y volvió a intentar Su puesta en libertad (Jn. 19:8-12).

Los judíos, conociendo bien las ambiciones políticas del gobernador, lo acusaron de apoyar a un rival del emperador y de ser desleal a César. Esta calumnia fue más fuerte que las dudas de Pilato. Tuvo con ello el sombrío gozo de oír a los judíos proclamar toda su sumisión a Tiberio (Jn. 19:13-15), y entregó al Nazareno a Sus enemigos. Aunque era inocente, Jesús había sido condenado, y sin el debido proceso legal. Su muerte fue en realidad un asesinato legalizado. Cuatro soldados lo ejecutaron, bajo la supervisión de un centurión (Jn. 19:23).

Dos criminales fueron llevados a la muerte junto con Él. Por lo general, los condenados llevaban personalmente las dos partes de su cruz, o solamente la parte transversal. Al principio Jesús llevó, al parecer, la cruz entera (Jn. 19:17), y después obligaron a Simón de Cirene a que la cargara (Mt. 27:32; Mr. 15:21; Lc. 23:26). El lugar de la crucifixión se hallaba fuera de las murallas, a poca distancia de la ciudad (véase CALVARIO). Habitualmente, el reo era clavado en la cruz tendida en tierra, y después la cruz era levantada y plantada en un agujero preparado para ello. El crimen del reo era indicado en una tableta fijada por encima de la cabeza. Para Jesús, la inscripción fue hecha en hebreo (arameo), griego y latín. Juan es el que la reproduce en su forma más larga: «JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS» (Jn. 19:19). Marcos dice: «Era la hora tercera cuando le crucificaron» (Mr. 15:25), es decir, las nueve de la mañana. Si recordamos que el sanedrín lo había hecho comparecer al despuntar el día (Lc. 22:66), no hay problema acerca de Su crucifixión a las nueve de la mañana, lo que concuerda con las prisas de los judíos desde el inicio del drama.

En relación con la crucifixión, los Evangelios relatan unos detalles en los que no se puede entrar por falta de espacio. Ciertos reos se mantenían vivos varios días en la cruz; pero en el caso del Señor Jesús, además de que humanamente hablando se hallaba muy debilitado, se debe tener en cuenta que Él era el dueño de Su vida y muerte. Él había dicho a Sus discípulos: «Yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar...» (Jn. 10:17, 18). Así, a la hora novena (aproximadamente nuestras tres de la tarde), después de que todo el país hubo estado tres horas en tinieblas, Cristo expiró con un gran clamor. Este mismo hecho muestra que la muerte de Cristo fue un acto activo de Su voluntad. No es ésta la manera en que mueren los crucificados, sino totalmente agotados, sin poder respirar. Las palabras pronunciadas desde lo alto de la cruz demuestran que estuvo consciente hasta el final, y que Él sabía perfectamente el significado de todo lo que sucedía. Un número muy pequeño de personas asistió a Sus últimos instantes. La multitud, que al principio había seguido el cortejo, se había vuelto a la ciudad, atemorizada ante las señales que habían acompañado la ejecución de Jesús. También los burlones sacerdotes se habían retirado. Algunos discípulos y los soldados fueron, según los Evangelios, los únicos que permanecieron allí hasta el fin. Así, los dirigentes no estaban informados de la muerte de Cristo. Para que los cuerpos no quedaran colgados de la cruz durante el sábado, los judíos pidieron de Pilato que se quebraran las piernas de los crucificados. Cuando los soldados se acercaron a Jesús para hacerlo con Él, se dieron cuenta de que ya había expirado. Queriéndose asegurar, uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza. Juan, que estaba presente, vio salir sangre y agua de la herida (Jn. 19:34-35). Hay comentaristas que creen ver aquí que la causa de la muerte de Jesús fue el quebrantamiento de corazón. Sin embargo, como se ha indicado anteriormente, Jesús no murió porque Su cuerpo cediera, sino porque Él entregó Su vida. El quebrantamiento de Su corazón, si sobrevino, fue efecto, no causa de su muerte. Sin embargo, el hecho de que Él tuviera un absoluto control sobre Su vida, para ponerla y volverla a tomar, no quita realidad alguna a la inmensa profundidad de Sus sufrimientos, tanto de manos de Sus enemigos como, sobre todo, por la ira de Dios que cayó sobre Él como la víctima por los pecados del mundo. En palabras de J. N. Darby: «Para Él la muerte fue muerte. La debilidad total del hombre, el poder extremo de Satanás, y la justa venganza de Dios. Y a solas, sin simpatía de nadie, abandonado de todos aquellos a los que Él había amado. El resto, Sus enemigos. El Mesías entregado a los gentiles y cortado, ante un juez lavando sus manos y condenando al inocente, los sacerdotes intercediendo en contra del santo en lugar de en favor de los culpables. Todo tenebroso, sin un rayo de luz, ni siquiera de Dios» («Spiritual Songs», nota en pág. 34).

José de Arimatea, discípulo secreto de Jesús, a pesar de su elevada posición y de su membresía en el sanedrín, no había consentido en la condena del Señor (Lc. 23:51). Fue ante Pilato y reclamó el cuerpo de Jesús. Acompañado de algunas personas, José lo depositó en un sepulcro nuevo que había hecho tallar en la roca de su huerto.

10. RESURRECCIÓN Y ASCENSIÓN.

El repentino arresto y la rápida muerte de Jesús desconcertaron y abrumaron a los discípulos. Los Evangelios mencionan que al menos en tres ocasiones el Señor les había anunciado Su muerte y resurrección al tercer día; a pesar de ello, los discípulos se sentían demasiado frustrados en su dolor para tener ninguna esperanza. Los que han conocido el abatimiento y la amargura de una desolación completa no se asombran del comportamiento de los discípulos, ni dudan del relato evangélico. Los Evangelios no pretenden dar una relación total de los hechos, ni un catálogo de pruebas de la resurrección. Son un testimonio de la realidad por el testimonio de los apóstoles, a los que Cristo se apareció en tantas ocasiones (1 Co. 15:3-8). Los Evangelios han registrado aquellos hechos que tienen un interés intrínseco, aquellos que Dios quiere que todos conozcan.

El orden de apariciones del Resucitado fue, probablemente, el siguiente:

Muy de mañana, el primer día de la semana, dos grupos de devotas galileas se dirigieron a la tumba para ungir el cuerpo de Jesús, con vistas a Su sepultura definitiva. El primero estaba compuesto por María Magdalena, María la madre de Jacobo, y Salomé (Mr. 16:1). Juana y otras mujeres no nombradas formaban un segundo grupo. El pasaje de Lc. 24:10 menciona el relato dado por todas las mujeres.

El primer grupo vio la piedra desplazada lejos del sepulcro; María Magdalena creyó que el cuerpo había sido quitado, y corrió para decírselo a Pedro y a Juan (Jn. 20:1, 2). Al entrar en el sepulcro, las otras mujeres vieron a un ángel que les anunció la resurrección de Jesús, y les dio orden de llevar la nueva a los discípulos (Mt. 28:1-7; Mr. 16:1-7). Es de suponer que al apresurarse a reunirse con ellos, se encontraron con el otro grupo de mujeres, y volvieron con ellas a la tumba, donde dos ángeles les repitieron solemnemente que Jesús no se hallaba ya entre los muertos, sino entre los vivos (Lc. 24:1-8). Saliendo del sepulcro, corrieron hacia Jerusalén para anunciar estas nuevas. Por el camino, Jesús se apareció a ellas (Mt. 28:9, 10). Durante este intervalo, María Magdalena había ya informado a Pedro y a Juan que el sepulcro estaba vacío; los dos discípulos fueron allí corriendo y vieron que era así como se les había dicho (Jn. 20:3-10). María Magdalena los había seguido. Ellos salieron del huerto, pero ella permaneció allí, y allí Jesús se apareció a ella (Jn. 20:11-18). Finalmente, todas las mujeres se reunieron con los discípulos, dándoles la maravillosa noticia. Pero la fe de los discípulos en la resurrección no debía basarse sólo en el testimonio de las mujeres. En este primer día de la semana, el Señor apareció a Simón Pedro (Lc. 24:34; 1 Co. 15:5), después a dos discípulos que se dirigían al pueblo de Emaús (Lc. 24:13-35); aquella misma tarde, Jesús se presentó a los apóstoles, en ausencia de Tomás (Lc. 24:36-43; Jn. 20:19-24). Esta vez comió delante de ellos, para demostrarles la realidad de su resurrección corporal. Los discípulos permanecieron en Jerusalén, en tanto que Tomás persistía en no creer lo sucedido. El domingo siguiente, Jesús se apareció de nuevo para dar la prueba de Su resurrección al apóstol incrédulo (Jn. 20:24-29). Es entonces, por lo que parece, que los apóstoles se dirigieron a Galilea. El Evangelio habla de siete de ellos que pescaban en el mar de Tiberíades, cuando el Señor se les apareció (Jn. 21). Les dio también una cita en un monte de Galilea; es allí que les confió la Gran Comisión, prometiéndoles Su poder y Su continua presencia (Mt. 28:16-20). Los quinientos discípulos de los que habla 1 Co. 15:6 es probable que asistieran a esta solemne delegación de autoridad. Más tarde, el Señor apareció también a Jacobo (v. 7), pero no sabemos dónde. Finalmente, Jesús envió a los apóstoles a Jerusalén, y los condujo al monte de los Olivos, en un lugar desde donde se divisaba Betania (Lc. 24:50, 51); de allí fue tomado al cielo, y una nube lo quitó de sus ojos (Hch. 1:9-12). Así, el NT menciona diez apariciones del Salvador resucitado, a las que Pablo añade su encuentro con Jesús en el camino de Damasco (1 Co. 15:8). Pero es indudable que hay otras apariciones que no han quedado registradas. Según Hch. 1:3, «después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días». Sin embargo, ya no se mantuvo constantemente en contacto con Sus discípulos como antes; se manifestaba ante ellos en ciertas ocasiones (Jn. 21:1). Los cuarenta días entre la resurrección y la ascensión fueron un período de transición, destinado a formar a los discípulos en vista del futuro ministerio que iban a asumir. Había necesidad de que Jesús demostrara claramente, en diversas oportunidades, que había realmente resucitado. Ya se ha visto anteriormente que estas pruebas las dio de una manera plena y concluyente. El Señor tenía que completar Sus enseñanzas sobre la necesidad de Su muerte y sobre el carácter de la Iglesia que iba a establecer mediante el ministerio de ellos. También tenía que mostrar a Sus discípulos cómo Su obra era el cumplimiento de las Escrituras; también era éste el momento para empezar a hacerles comprender que se avecinaba una nueva dispensación. Antes de la muerte de Jesús, los Suyos no estaban preparados para recibir tal enseñanza (Jn. 16:12). También, las experiencias durante aquellos cuarenta días ayudaron a los discípulos a reconocer que, aunque ausente, su Señor estaba vivo, y muy cercano a ellos, aunque invisible; que había entrado en una vida nueva, con un cuerpo como aquel en el que le habían conocido y que, además, había sido ahora glorificado. Así, los suyos fueron llevados a proclamar por todo lugar la divinidad del Unigénito Hijo, verdadero rey de Israel, también el Hombre de Nazaret, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Mientras tanto, los judíos afirmaban que los discípulos habían robado el cuerpo de Jesús. El día de la crucifixión, los principales sacerdotes le habían pedido a Pilato que hiciera guardar la tumba por una guardia de soldados, por miedo a que el cuerpo de Jesús fuera sustraído. Cuando se produjo la resurrección, acompañada del descenso de un ángel que hizo rodar la piedra del sepulcro (Mt. 28:1-7), los guardias se aterrorizaron y huyeron. Paganos y supersticiosos, seguramente no fueron más tocados por lo que habían visto que el común de las personas ignorantes que piensan ver fantasmas. Las autoridades judías afectaron creer en una superchería de parte de los discípulos, y explicaron de esta manera la afirmación de los soldados, a los que sobornaron para reducirlos al silencio acerca de la resurrección de Jesús. Así se esparció la historia de que el cuerpo había sido quitado mientras dormían los de la guardia (Mt. 28:11-15). El día de Pentecostés, los apóstoles empezaron a dar testimonio de la resurrección de Jesús; el número de los creyentes aumentó rápidamente (Hch. 2). Los principales sacerdotes se esforzaron entonces, no mediante argumentos, sino por la violencia, en destruir este testimonio y en aplastar la naciente secta (Hch. 4). Hay por lo tanto dos hechos que permanecen irrefutables:

(I) No ha habido nunca ninguna persona capaz de mostrar el cuerpo muerto de Jesús. Los judíos hubieran podido sacar de ello el máximo partido, porque de esta manera hubieran cerrado definitivamente la boca a los discípulos. Por otra parte, si los cristianos hubieran estado en posesión del cuerpo, no se hubieran podido refrenar de embalsamarlo y de rodearlo de un verdadero culto.

(II) Si los discípulos hubieran afirmado falsamente la resurrección de su Señor, nada los hubiera llevado al martirio, y ello por millares, para sustentar una falsedad consciente. La Iglesia primitiva estaba totalmente convencida del hecho de la resurrección. Toda la transformación de los apóstoles y el dinamismo inaudito de los primeros cristianos no puede tener otra explicación, ni psicológica ni espiritualmente, sino sólo por el hecho de que eran testigos fidedignos de la resurrección de Cristo, con todas las consecuencias que ello comportaba.

Este artículo no tenía el propósito de desarrollar las enseñanzas del Señor Jesucristo, sino el de presentar el marco exterior e histórico de Su existencia terrena. Los Evangelios nos revelan gradualmente la personalidad de Jesús y Su mensaje. Esta revelación misma constituye una de las pruebas más sólidas de la veracidad de los relatos que se hallan en la base de nuestra información. Por Su humanidad, Cristo se sitúa sobre el plano histórico y en un medio particular. Su vida se desarrolla de una manera natural, sin detenerse, dirigiéndose con un propósito definido. Esta existencia auténticamente humana pertenece a la historia, pero Jesús declara abiertamente que Él es más que un hombre (cfr. p. ej., Mt. 11:27; Jn. 5:17-38; 10:30; 17:5, etc.); se revela poco a poco a Sus discípulos, que quedan impresionados por Su dignidad soberana (Mt. 16:16; Jn. 20:28). Más tarde, bajo la luz del Espíritu, de la reflexión y de la experiencia, se les fue desvelando más y más el hecho de Su divinidad.

El último de los apóstoles supervivientes vino a ser el cuarto evangelista. Relatando la carrera terrena de su Señor, lo presenta como la encarnación de Aquel que es el Verbo de Dios. Pero Juan nunca descuida ni disimula el aspecto humano de Jesús. Nos hace, de este Hombre incomparable, un retrato sumamente preciso. «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Jn. 1:1). «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad» (Jn. 1:14).

«Estas (cosas) se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn. 20:31).

Para otros aspectos de la persona y obra de Jesucristo, véanse CRISTO, HIJO DE DIOS, HIJO DEL HOMBRE, REDENTOR, SALVADOR

Bibliografía:

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Libros que tratan específica o extensamente el tema de la Resurrección del Señor Jesús:

Green, M.: «¡Jesucristo vive hoy!» (Ed. Certeza, Buenos Aires 1976),

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McDowell J.: «Evidencia que exige un veredicto» (Vida, Miami 1982);

Morrison, F.: «¿Quién movió la piedra?» (Caribe, Miami, 1977);

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