(hebreo, «behurim», y «aldud», «alumind»).

No hay por qué insistir en el sentido vulgar de la terminología anotada: en líneas generales, separa en la vida del hombre la infancia de la edad madura, pero los límites son imprecisos. Los libros sapienciales insisten en el carácter decisivo que tiene para toda la vida del hombre la educación y formación que recibe en su juventud. Hay mención repetida a «los pecados de la juventud» (Jb. 13:26); pero más que a pecados específicos parece aludir a la tristeza que infunde el pensamiento de que aquellos pecados estén todavía presentes en el recuerdo de Dios. Sin duda eran pecados de petulancia desaprensiva, de juvenil atolondramiento; por tanto, de menor malicia que los pecados de la edad viril. En su afán de vida, el hombre israelí se estremece de pavor pensando en la caducidad de la existencia y en la vejez sin vigor (Sal. 71), y también para semejante situación recurre a Dios como fuente de vida y rejuvenecimiento (Sal. 51:12; 103:5; Jb. 20:11; 29:4; 33:25). Con todo el respeto que siempre mereció la longevidad de los pueblos antiguos, la Escritura insiste en que una juventud virtuosa supera en sensatez y valor a los muchos días del anciano impío, y que la verdadera prudencia no está en las canas, sino en la vida inmaculada. En sentido simbólico se habla de la juventud de Israel, aludiendo a la formación del pueblo en los días del desierto, en el tiempo del establecimiento de Canaán (Os. 2:15; 11:1; Ez. 16).

Pablo, en sus cartas pastorales, se interesa repetidas veces por los problemas que plantea la edad juvenil, tanto en los responsables de las iglesias como en los fieles. A su discípulo Timoteo lo previene para que su conducta intachable, su caridad, eviten menospreciar su juventud (que bien podía oscilar entre los 30 y los 40 años) (1 Ti. 4:2).

 


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