Desde la Antigüedad se distinguía entre animales limpios e inmundos (Gn. 7:2); los primeros eran considerados propios para el sacrificio ritual y la alimentación (Lc. 11:15; Dt. 14). La carne de los animales limpios podía ser impura en ciertos casos (Lv. 17:10-16).

En el cristianismo queda abolida esta distinción ritual, puesto que las sombras de la Ley han dado paso a la realidad (Hch. 10:9-16). Sin embargo queda en pie la prohibición para los cristianos de comer la carne de animales, con independencia de su clasificación, que ya no rige para ellos, «si han sido sacrificados a los ídolos» (Hch. 15:20), para evitar asociarse con «la mesa de los demonios» (1 Co. 10:21-11:1). Esta orden tiene como fin evitar tropiezos de otros en el camino de la fe, como se especifica en el anterior pasaje paulino.


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