El «maestro» es uno de los dones establecidos en la iglesia (1 Co. 12:28; Ef. 4:11; cfr. Hch. 13:1).

El maestro es exhortado a ocuparse en la enseñanza (Ro. 12:7). La «enseñanza» es la exposición inteligente de la verdad mediante el Espíritu Santo, y ello no deja lugar a la mente y opinión del hombre.

Pablo dejó a Timoteo en Éfeso para que ordenara a algunos que no enseñaran otra doctrina que lo que enseñaban los apóstoles; y de los que persistían en enseñar de manera diferente dijo que estaban envanecidos, no sabiendo nada, y estaban delirando, etc. (1 Ti. 1:3; 6:3, 4). Esto es evidencia de que ninguna otra enseñanza más que la apostólica podía ser de Dios; así, la moderna fórmula por la que se «concuerda en diferir» en puntos vitales de la doctrina no puede ser reconocida. Bien al contrario, el apóstol dijo: «Os ruego, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer» (1 Co. 1:10).

En Stg. 3:1 se da una palabra de advertencia: «No os hagáis muchos maestros.» Ello se debe a la mayor responsabilidad implicada. El mismo término («didaskalos») aparece en Jn. 13:13, donde el Señor manifiesta que es verdaderamente el Maestro, título que frecuentemente le daban los discípulos. Su enseñanza era de autoridad directa, y no como la de los escribas (cfr. Mt. 7:29).


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