Creada a imagen de Dios como el varón, es parte integral del ser llamado «hombre» (cfr. Gn. 1:27: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó»). Ya desde el mismo principio de la Biblia, la mujer es considerada a la par con el varón como hombre, por lo que ya desde el principio ella recibe toda su dignidad como tal. En Gn. 2 ya se establece la precedencia en la creación entre el varón y la mujer; pero si ello afecta a la posición de la mujer (1 Co. 11:9; 1 Ti. 2:13), no toca sin embargo su esencia, ya establecida en el libro de Génesis, en los mismos albores de la humanidad.

Sin embargo, debido a la caída se establece una modificación en la situación de la mujer, la cual sufre graves consecuencias. Conocerá los dolores de dar a luz y su marido dominará sobre ella (Gn. 3:16; Ef. 5:23-24). Pablo añade: «Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación, con modestia» (1 Ti. 2:14). De este pasaje se han hecho diversas interpretaciones, algunas de ellas algo fantasiosas. Lo más lógico es tomar el significado llano de las palabras en su contexto, y ver que el apóstol se refiere a que será preservada en el acto de tener hijos, sumamente peligroso en muchos casos, en respuesta a su actitud ante el Señor y su ordenamiento en gobierno y gracia.

(a) Posición de la mujer en el AT.

La posición de la mujer según el AT era muy superior a la que tenía reconocida en las naciones paganas alrededor. Gozaba de mucha más libertad, siendo sus actividades más variadas e importantes, y siendo su situación social mucho más elevada y respetada. Los hijos debían honrar al padre y a la madre (Éx. 20:12). Ya en las familias de los patriarcas, las mujeres como Sara, Rebeca y Raquel jugaban un papel eminente y, en ocasiones, preponderante. María, la hermana de Moisés, y Débora, fueron profetisas y poetisas, y esta última acaudilló un ejército a la victoria (Éx. 15:20-21; Jue. 4-5). Ana, la madre de Samuel, es una hermosa figura de mujer piadosa y notablemente dotada (1 S. 1; 2:1-2). Hulda era una profetisa a la que se prestaba atención (2 Cr. 34:22). Más de una vez vemos cómo se honra en gran manera a la reina madre (1 R. 2:19; 15:13), y en las biografías de los reyes se indica siempre quién fue la madre. El triste ejemplo de Jezabel y Atalía demuestra asimismo hasta dónde podían llegar en Israel el poder e influencia de una mujer. El joven es exhortado en Proverbios a recordar la enseñanza de su madre (Pr. 1:8; 6:20), porque el hecho de menospreciarla lo llevaría a maldición (Pr. 19:26; 20:20; 30:11, 17). En cambio, en Grecia y en Roma estaban bien lejos de reconocer el valor de la mujer. Aristóteles la consideraba como un ser inferior, intermedio entre el hombre libre y el esclavo; Sócrates y Demóstenes la tenían asimismo en poca estima. Platón recomendaba la posesión de mujeres en común. En la práctica, estas mismas concepciones eran las que existían en Roma, especialmente después del triunfo de la cultura y de las formas licenciosas de los griegos.

Tampoco se debe confundir el papel de la mujer en la Biblia con el que se le da en la actualidad en los países árabes del Oriente Medio, donde es un juguete a disposición del padre y del marido. La posición de la mujer en aquellos países no deriva de la influencia que el Antiguo Testamento hubiera podido tener en la formación del Islam, sino en todo el contexto social pagano anterior de aquellas tierras, que quedó cristalizado con fuerza de ley en la institución de la poligamia y de la total impotencia de la mujer frente al varón.

En Israel, la mujer podía heredar en ausencia de un hermano capaz de suceder a su padre (Nm. 27:1-8). No obstante, en tal caso tenía que casarse con alguien de su propia tribu (Nm. 36:6-9). La actividad de la mujer se relacionaba con la totalidad de la vida doméstica:

podía ocuparse de los rebaños (Gn. 29:6; Éx. 2:16),

hilar la lana y hacer los vestidos de la familia (Éx. 35:26; Pr. 31:19; 1 S. 2:19),

tejer y coser para aumentar los ingresos de la familia y para ayudar a los desventurados (Pr. 31:13, 24; cfr. Hch. 9:39);

también recogía el agua (Gn. 24:13; Jn. 4:7),

y molía el grano necesario para el pan diario (Mt. 24:41),

preparando la masa (Éx. 12:34; Dt. 28:5)

y la comida (Gn. 18:6; 2 S. 13:8);

era asimismo su responsabilidad criar e instruir a los hijos (Pr. 31:1; cfr. 2 Ti. 3:15)

y supervisar a los siervos (Pr. 31:27; 1 Ti. 5:14).

(b) Posición de la mujer en el TN.

El NT muestra más claramente la elevada posición de la mujer. María dice que el Señor ha puesto sus ojos sobre su «bajeza» y que desde entonces todas las generaciones la llamarán bienaventurada (Lc. 1:48). Jesús tuvo siempre gran consideración hacia las mujeres:

Marta y María lo recibieron en su hogar;

sanó a María de Magdala;

Juana y Susana lo ayudaron con sus bienes (Lc. 8:2-3; 10:38-39).

Perdonó y salvó a la pecadora (Lc. 7:37-50).

Hubo un grupo de mujeres que le servían y que le acompañaron hasta el mismo Calvario (Mt. 27:55-56),

y después al sepulcro (Mt. 27:61).

Dispuestas a embalsamarlo, se dirigieron antes que nadie al sepulcro el día de Resurrección (Lc. 23:56; 24:1).

El Señor resucitado se apareció ante ellas primero, y tuvieron ellas el honor de ser las primeras en proclamar su victoria (Mt. 28:9-10; Lc. 24:9-11).

Junto con la madre de Jesús, se encontraban entre los 120 del aposento alto (Hch. 1:14).

Se ve también que había mujeres entre los primeros convertidos (Hch. 8:12; 9:2; 17:12).

En la Iglesia vemos ya que las mujeres se distinguen por su piedad y buenas obras:

Dorcas (Hch. 9:36),

María, la madre de Juan Marcos (Hch. 12:12),

Lidia (Hch. 16:14),

Priscila (Hch. 18:26),

las hijas de Felipe (Hch. 21:8-9).

El apóstol Pablo, por palabra del Señor, no reconoce a la mujer el ministerio de enseñanza pública ni el de dirección, que se reserva al varón (1 Ti. 2:11-12; 1 Co. 14:33-35); sin embargo, al precisar la actitud que debe tenerse, habla de la mujer «que ora o profetiza» (1 Co. 11:5; cfr. 14:3-4; Hch. 21:8-9). Menciona a numerosas mujeres que han sido sus colaboradoras en la obra de Dios y que le han sido de ayuda en sus propias actividades (Ro. 16:2-4, 6; Fil. 4:3). Había asimismo diaconisas en la iglesia primitiva (Ro. 16:1-2; 1 Ti. 3:11) y viudas puestas en unas ciertas funciones, encargadas de todo tipo de obras de asistencia (1 Ti. 5:9-10); las mujeres experimentadas debían encargarse de instruir a las jóvenes (Tit. 2:3-5).

Se expone claramente que, por lo que respecta a la salvación y a su posición en Cristo, «no hay varón ni mujer» (Gá. 3:28) y que en la nueva esfera más allá de la muerte esta distinción desaparecerá totalmente. Lo que no se puede hacer es, en base a este texto bíblico, rechazar el régimen de gobierno establecido en otros pasajes, algunos de ellos ya mencionados, en cuanto a la posición ahora establecida por Dios en su gobierno sobre el mundo y la Iglesia en la tierra. Todos, varones y mujeres, forman parte igualmente del cuerpo de Cristo, y todos, hombres y mujeres, reciben un don del Espíritu para la utilidad común (1 Co. 12:7, 11, 27). Tanto varones como mujeres son responsables ante el Señor de usar estos dones para su gloria y conforme a las instrucciones y limitaciones que Él mismo ha establecido en Su palabra, poniéndose totalmente a disposición de Aquel que nos ha rescatado a tan gran precio, para poder dar toda la gloria en confianza y obediencia a nuestro gran Libertador. (Véanse MATRIMONIO, DIVORCIO, VIUDA.)


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