En la Biblia este término comporta sentidos distintos que interesa deslindar.

(a) El universo.

Es el mundo entero creado por Dios, «los cielos y la tierra» surgidos de sus manos (Gn. 1:1), que el NT designa con el nombre «kosmos». Dios ha creado, por su poder, todos los elementos constitutivos del polvo del mundo (Pr. 8:26; Jer. 10:12). Lo hizo con su divino Hijo (He. 1:2), que existía juntamente con Él desde antes de la fundación del mundo (Jn. 17:5). Dio ser al mundo por su Palabra (He. 11:3; Jn. 1:10). Este mundo pertenece a su Creador (Sal. 24:1; 50:12). El mundo no se moverá en tanto que el Señor reine (Sal. 93:1; 96:10; 1 Cr. 16:30). Constituye a los ojos de todos los hombres una demostración de las perfecciones invisibles de Dios, y es suficiente para establecer la responsabilidad de ellos (Ro. 1:20).

(b) La tierra habitada.

«Oíd esto, pueblos todos, escuchad, habitantes todos del mundo» (Sal. 49:1). El evangelio será predicado «en todo el mundo... a todas las naciones» (Mt. 24:14). Por lo general se ha supuesto que el conocimiento que se tenía del mundo en los tiempos antiguos era muy limitado (Gn. 10). Esto parece ser cierto en cuanto al conocimiento que la población en general tenía de su mundo, pero hay evidencias de que había círculos que preservaban y explotaban comercialmente un conocimiento mucho mayor que el tenido por el común de la gente, e incluso de los mismos comerciantes (cfr. Hapgood, «Maps of the Ancient Sea Kings»). La tierra comúnmente conocida en tiempos de los patriarcas y de Moisés parecía extenderse del golfo Pérsico hasta Libia, y desde el mar Caspio hasta el Alto Egipto. Es posible que se conocieran las tierras de Italia e incluso de España (Tarsis). También se llega hasta el sur de Arabia, aunque se ha argumentado que en realidad las flotas de Salomón llegaban hasta la India por una parte, y hasta las Canarias por otra. Así, el marco y eje de la historia del mundo antiguo estuvo en el Oriente Medio.

En el curso del desarrollo de la historia del AT los limites de este «mundo» no cambiaron demasiado, a pesar del ligero agrandamiento del horizonte geográfico. Antes del final de esta época, Media y Persia ascendieron a naciones de primera importancia. El Indo vino a ser el limite de la tierra conocida (Est. 1:1). Se conocía la existencia de Sinim (Is. 49:12). Al oeste, y bajo el reinado del faraón Necao, hubo navegantes que dieron la vuelta a África, sin por ello darse cuenta de la importancia de su expedición, que duró dos años. Lo que les pareció muy extraño fue ver que el sol se levantaba a su derecha (Herodoto 4:42). En Italia y en África del norte iba aumentando la población y se iba desarrollando lentamente la organización de la sociedad. Los mercaderes eran los que iban dando alguna noticia de los diversos pueblos. Ya hacia el final del período del AT Grecia, resistiendo a los persas, emergió a la luz de la historia.

Alejandro Magno contribuyó enormemente a incrementar los conocimientos geográficos de sus contemporáneos. Al este, sus ejércitos cruzaron el río Oxus (en nuestros tiempos el Amu Daria), llegando a Afganistán y al sur de la India septentrional. Los romanos siguieron sus huellas. En la época de Cristo, el mundo conocido se extendía desde las Islas Británicas y España hasta el Irán y el Indo; de las Canarias y el Sahara hasta los bosques de Alemania y las estepas rusas y Siberia. Se sabía que más allá de estos límites había regiones habitadas, pero no había demasiado interés, por la falta de medios de comunicación. Cuando César Augusto ordenó el censo «de todo el mundo», quería decir con esto todo el imperio romano (Lc. 2:1). No obstante, a pesar de la ignorancia humana, la Biblia nunca ha dejado de considerar todo el conjunto de la tierra. Dios la ha dado entera, en don, a la humanidad (Gn. 1:28); asegura al Mesías «los confines de la tierra» (Sal. 2:8), de la misma manera que promete al creyente «la herencia del mundo» (Ro. 4:13). De la misma manera los discípulos de Cristo son llamados a ir «por todo el mundo y predicar el evangelio a toda criatura» (Mr. 16:15).

(c) La humanidad a la que Dios ama y a la que desearía salvar.

«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito» (Jn. 3:16). Jesús quita el pecado del mundo (Jn. 1:29). Puso su vida en propiciación por los pecados de todo el mundo (1 Jn. 2:2). Es verdaderamente el Salvador del mundo (1 Jn. 4:14; Jn. 4:42). Él se ofrece en sacrificio por la vida del mundo (Jn. 6:33, 51). La caída de los judíos ha llegado a ser la riqueza y la reconciliación del mundo (Ro. 11:12, 15). Dios estaba en Cristo, reconciliando consigo al mundo (2 Co. 5:19).

(d) El mundo pecador y malvado, que se aparta de Dios y rechaza su gracia.

Es el medio en el que entró el mal por la caída y donde, desde entonces, reina la muerte (Ro. 5:12). Todos los pecadores andan «según la corriente de este mundo» (Ef. 2:2), que está enteramente «bajo el maligno» (1 Jn. 5:19). Satanás es, en efecto, llamado el Príncipe de este mundo (Jn. 12:31; 14:30; 16:11). No es sorprendente que la sabiduría del mundo considere necedad el Evangelio, y a la inversa (1 Co. 1:20-21), por cuanto el espíritu del mundo está enfrentado al Espíritu de Dios (1 Co. 2:12). El mundo va más lejos aún, aborrece abiertamente a Cristo y a sus discípulos en tanto que ama y escucha a los que son suyos (Jn. 7:7; 15:18, 19; 17:14; 1 Jn. 3:13; 4:5). El mundo se ha cerrado para no recibir a Cristo, Palabra y luz de Dios (Jn. 1:5, 10; 3:19). En realidad Jesús ha venido para iluminar y salvar al mundo (Jn. 12:46-47) por lo que el Espíritu actúa para convencerlo de pecado (Jn. 16:8). Pero el endurecimiento de los impíos hará que el mundo sea juzgado junto a su príncipe (Jn. 16:8-11; 12:31). Jesús afirma que el mundo no puede recibir al Espíritu de verdad, y que Él mismo ya no lo incluye en Su oración sacerdotal (Jn. 14:17; 17:9). Al no aceptar al Salvador, el mundo queda entonces reconocido enteramente culpable ante Dios (Ro. 3:19). Esto tiene profundas consecuencias en cuanto a la actitud del creyente ante el mundo. Esta actitud tiene dos aspectos:

(A) La separación.

De la misma manera que Jesús, no somos del mundo (Jn. 8:23; 17:16). Debemos retirarnos de las contaminaciones de este mundo (Stg. 1:27; 2 P. 2:20). Nos es preciso huir de todo aquello que es del mundo y que no es del Padre: la concupiscencia de la carne, la de los ojos y la soberbia de la vida; así, no podemos amar al mundo, que pasa; pero equivaldría a un adulterio espiritual y a una rebelión contra Dios (1 Jn. 2:15-16; Stg. 4:4). Tenemos que ponernos en guardia, no fuera que seamos condenados con el mundo (1 Co. 11:32). Si realmente llegamos a distinguirnos del mundo, sufriremos su odio y tendremos tribulación; pero podemos sentirnos alentados, porque Cristo ha vencido al mundo (Jn. 15:19; 16:33) y Aquel que está en nosotros es mayor que el que está en el mundo (1 Jn. 4:4). El que ha nacido de Dios triunfa sobre el mundo por la fe (1 Jn. 5:4-5). Sin embargo, ello implica que el mundo esté crucificado para nosotros, y nosotros para el mundo (Gá. 6; 14).

(B) El segundo aspecto toca a la misión del creyente.

Sería una posición falsa la adopción de una actitud negativa. Cristo, habiendo orado a Dios que no nos quitara del mundo, sino que nos preservara del mal, nos envía al mundo como Él mismo fue enviado (Jn. 17:15, 18). Jesús, crucificado y rechazado por el mundo, se ha dado sin embargo por él. Él sigue orando por la unidad de los verdaderos creyentes, «para que el mundo crea» (Jn. 17:21). El campo al que son enviados los creyentes «es el mundo» (Mt. 13:38). Las tinieblas son densas, pero nosotros debemos brillar como luminares en el mundo, llevando la Palabra de Vida (Fil. 2:15). Si cumplimos nuestra misión, seremos semejantes a Noé, que por su fe «condenó al mundo» (He. 11:7): en efecto, él predicó la justicia y advirtió a sus contemporáneos (2 P. 2:5); puso a la vista de ellos el arca de la salvación, admitiendo además a animales, y quedando el arca abierta hasta el último momento (Gn. 6:7). En contraste con su fe, sus vecinos no murieron a causa del agua del Diluvio, sino a causa de su propia incredulidad. Si nosotros mismos hemos sido fieles, tendremos un día parte en el juicio del mundo (1 Co. 6:2).

(e) El presente siglo.

En ciertas versiones se traduce asimismo como mundo el término gr. «aïôn», que significa «era, período de tiempo, siglo» (cfr. la expresión «por los siglos de los siglos» en Ap. 1:1-18).

El «fin del mundo» (Mt. 13:39; 24:3 en la versión RV antigua) no significa el fin del cosmos que vendrá más tarde, sino el fin de la era presente. Un cierto pecado no será perdonado en este mundo («siglo», RVR) ni en el venidero (Mt. 12:32). Los cuidados de este siglo impiden que la semilla dé fruto (Mt. 13:22). La misma expresión siglo nos muestra el carácter breve y pasajero de nuestro mundo actual.

(f) El mundo venidero.

Es el mismo término «aïõn» aplicado al «siglo venidero», es decir, al mundo futuro, a la eternidad que se avecina (Lc. 20:35; Ef. 1:21; 2:7; He. 6:5).

El creyente tiene que considerar cuidadosamente la dicha de pertenecer a Aquel cuyo reino no participa del carácter de este mundo (cfr. Jn. 18:36). Habiendo ya gustado del poder del mundo venidero, el creyente sabe a dónde se dirige.


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