Las ciudades antiguas generalmente estaban rodeadas de murallas para su defensa militar. Jericó tenía un muro doble de ladrillo con viviendas construidas como «puentes» entre los dos muros (Jos. 2:15). El espacio entre los muros constituía una «segunda línea de defensa», pero la gente lo aprovechaba para actividades comerciales y para viviendas. En la época del Antiguo Testamento los muros de Jerusalén tenían 34 torres y 8 puertas. En tiempo de guerra los arqueros disparaban desde las torres y desde los muros y echaban piedras sobre los atacantes (2 S. 11:20-24). La monarquía hebrea terminó cuando los babilonios destruyeron los muros de Jerusalén (2 Cr. 36:17-19). La misión más urgente de Nehemías fue reconstruirlos (Neh. 1:3; 2:8-20; 3:4; 6:15), pues los muros representaban protección.

La ciudad celestial descrita en el Apocalipsis tiene muros que pueden ser simbólicos o reales, cuya apariencia es como de piedras preciosas. La Jerusalén del milenio es, en cambio, una ciudad sin muros, como las ciudades modernas (y aún la actual Jerusalén, que se extiende por todo el territorio alrededor de los restos antiguos, que son reliquias arqueológicas), puesto que la presencia de Dios la protegerá (Ap. 21:12-14). Y la profecía de Zacarías es aún más maravillosa, por cuanto dice que no habrá necesidad de muros en la Nueva Jerusalén, puesto que Dios mismo será un «muro de fuego» para proteger a su pueblo (Zac. 2:4, 5).

El lugar más sagrado para los judíos en la Jerusalén moderna es «El muro de las Lamentaciones». Creen que formaba parte de los cimientos del templo de Salomón y que encerraba el lugar santísimo.


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