a) Su importancia.

En la época bíblica se atribuía al nombre una considerable importancia. Hay una relación directa entre el nombre y la persona o cosa nombrada; el nombre participa de alguna manera en la esencia que tiene por objeto revelar. Expresa la personalidad hasta tal punto que el conocimiento del nombre de alguien implica conocerlo íntimamente e, incluso en cierto sentido, tener poder sobre él. Jacob pregunta el nombre al ángel de Jehová: «Declárame ahora tu nombre.» Su respuesta es: «¿Por qué me preguntas por mi nombre?» (Gn. 32:29; cfr. Jue. 13:17-18). En el momento de llevar a cabo grandes actos redentores, Dios hace comprender a Moisés que se va a revelar no sólo ya como el Todopoderoso, sino «en mi nombre JEHOVÁ» (Éx. 6:3). Así, el nombre hace también próxima la presencia de la persona: no se puede resistir al ángel de Jehová, pues el nombre de Dios está en él (Éx. 23:21). El santuario donde Dios es adorado es sagrado, pues allí hace morar Su nombre (Dt. 12:11). Jesús dice al Padre que Él había «manifestado (su) nombre a los hombres» (Jn. 17:6), es decir, toda Su naturaleza divina. Juan nos habla de Cristo, a fin de que al creer tengamos vida en Su nombre (Jn. 20:31). El nombre pronunciado actúa con el mismo poder que la persona (Hch. 3:16; 4:10, 12, etc.) y el nombre del Salvador está, por definición, por encima de todo otro nombre (Ef. 1:21). (Véase DIOS, [NOMBRES DE].)

(b) Sentido y elección del nombre.

El nombre de las personas humanas se corresponde con la misma concepción. En la Biblia no se da como en la actualidad, casi al azar (en el caso del nombre propio) o por el solo hecho de la filiación (apellido/s). En lo que sea posible, el nombre debe expresar la naturaleza del que lo lleva, y su elección queda influenciada por circunstancias del nacimiento o por un voto de los padres con respecto al hijo. Se dejaban también guiar por la asonancia general o la consonancia de las sílabas, lo que permite un acercamiento en el sentido, o una etimología popular consustancial al genio hebreo, aunque algunas veces nos sea sorprendente a nosotros. Veamos algunos nombres:

Eva (vida, Gn. 3:20),

Noé (reposo, Gn. 5:29),

Isaac (risa, Gn. 17:19),

Esaú (velloso, Gn. 25:25),

Edom (rojo, Gn. 25:30),

Jacob (suplantador, Gn. 25:26);

los nombres de los hijos de Jacob comportan siempre una significación (Gn. 30);

se puede ver también Fares (brecha, Gn. 38:29),

Manasés (olvido, Gn. 41:51),

Efraín (fértil, Gn. 41:52), etc.

El nombre debía ser, si era posible, de buen augurio. Raquel, moribunda debido al parto, llama a su último hijo Ben-Oni (hijo de mi dolor), pero de inmediato Jacob se lo cambia, poniéndole Benjamín (hijo de mi diestra, Gn. 35:18).

Frecuentemente, los nombres comportan un significado religioso y una mención del mismo Señor («El» para Dios, o «Jah» para Jehová o Yahveh). De esta manera tenemos una serie de nombres compuestos, e incluso de nombres que son una corta frase:

Natanael (Dios ha dado),

Jonatán (Jehová ha dado),

Elimelec (Dios es mi rey),

Ezequiel (Dios es fuerte),

Adonías (Jehová es señor) y muchos más.

Hay otros nombres que son sencillamente sacados de la naturaleza, o inspirados en imágenes de la vida corriente:

Labán (blanco),

Lea (vaca salvaje),

Raquel (oveja),

Tamar (palmera),

Débora (abeja),

Jonás (paloma),

Tabita (gacela),

Peninna (perla),

Susana (lirio).

Hay nombres surgidos de circunstancias históricas:

Icabod (sin gloria, 1 S. 4:21),

Zorobabel (nacido en Babilonia).

Es a causa de este constante deseo de dar un sentido real y personal a los nombres que se trata de dar, en los artículos de este diccionario, una traducción, etimología o explicación de los nombres, debido a que ello tiene una mayor importancia de lo que pueda parecer a simple vista.

El nombre parece que era impuesto al recién nacido por lo general en el octavo día de su vida, al ser circuncidado (cfr. Gn. 17:12; 21:3-4; Lc. 1:59; 2:21).

(c) El cambio del nombre.

A causa del sentido sumamente personal unido al nombre, se daba en ocasiones un nombre nuevo a alguien con el fin de señalar la transformación de su carácter, cfr. p. ej.:

Abram a Abraham,

Sarai a Sara (Gn. 17:5-15),

Jacob a Israel (Gn. 32:27, 28),

Noemí a Mara (Rt. 1:20).

En ocasiones el segundo nombre es una traducción del primero:

Cefas (aram.) Pedro (gr.),

Tomás (aram.) Dídimo («gemelo» en gr.),

Mesías (heb,) Cristo (gr.).

Un día todos los creyentes recibiremos un nombre nuevo adecuado a los redimidos del Señor (Ap. 3:12).

(d) Apellidos.

Los apellidos no eran usuales entre los hebreos pero se añadía una indicación de su origen:

Jesús de Nazaret,

José de Arimatea,

María de Magdala,

Nahum de EIcos.

Podía ser también un patronímico:

Simón hijo de Jonás (Bar-Jonás),

Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo.

También se podía hacer referencia a la profesión:

Natán el profeta,

José el carpintero,

Simón el zelota,

Mateo el publicano,

Dionisio el areopagita.

(e) Nombres romanos.

Todo romano tenía tres nombres:

(A) El «praenomen» o nombre propio, designación personal;

(b) el «nomen», indicación de la línea o casa;

(c) el «cognomen», nombre de familia, o apellido, que figuraba en último lugar.

Por ejemplo:

el procurador Félix (Hch. 23:24) se llamaba en realidad:

Marcus (nombre propio)

Antonius (de la gens Antonia)

Félix (de la familia llamada Félix, «feliz»).

Frecuentemente se omitía el nombre propio, y se hablaba de Julio César en lugar de Cayo Julio César, etc.


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