Son diversos los términos usados en el AT y en el NT para significar «pecado», «iniquidad», «maldad», etc., con varios matices de significado.

(a) Es importante tener en cuenta la definición bíblica de pecado: en gr.: «anomia», desorden en el sentido de rechazo del principio mismo de la Ley o de la voluntad de Dios, iniquidad (1 Jn. 3:4, texto gr.). Es desafortunada la traducción que la mayor parte de las versiones castellanas hacen de este pasaje. Sólo la NIV traduce «el pecado es la verdadera ilegalidad», aunque sería mejor traducir «alegalidad». En efecto, el pecado «no» es la mera infracción de la Ley, según este pasaje, sino el rechazo de la voluntad de Dios, el vivir a espaldas de Dios, la disposición mental que lleva al pecador a hacer la propia voluntad en oposición a la de Dios. De ahí la distinción que se hace entre «pecado» y «transgresión», siendo esto último la infracción de un mandamiento conocido. Desde Adán a Moisés, los hombres «no pecaron a la manera de la transgresión de Adán», pero sí que pecaban, y murieron por ello (cfr. Ro. 5:14). A Adán se le había dado un mandamiento concreto, el cual desobedeció; pero de Adán a Moisés no fue dada ninguna ley en concreto, y por ello no había transgresión; sin embargo, sí había pecado en el sentido propio del término, tal y como se ha definido, y fue el pecado lo que provocó el diluvio. La misma distinción es la que está involucrada en Ro. 4:15: «Porque la ley produce ira; pero donde no hay ley, tampoco hay transgresión.» Puede haber pecado, no obstante, y se declara que «los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán» (Ro. 2:12).

Los principales términos usados para «pecado» en el NT son «hamartia», «hamartêma» y «hamartanõ», desviación de un curso recto; «transgresión» es «parabasis», «parabatês» y «parabainõ», cruzar o esquivar un límite.

(b) Hay una importante distinción que hacer entre «pecado» y «pecados», distinción que debe hacerse desde la primera entrada del pecado como principio. Los «pecados» de alguien son los verdaderamente cometidos por este alguien, y la base del juicio, siendo además demostración de que el hombre es esclavo del pecado. Un cristiano es alguien cuya conciencia ha sido purificada para siempre por el/un sacrificio por los pecados; el Espíritu de Dios lo ha hecho consciente del valor de aquella/una ofrenda, y por ello sus pecados, habiendo sido llevados por Cristo en la cruz, nunca volverán a ser puestos a su cuenta por parte de Dios; si peca, Dios tratará con él en santa gracia, sobre el terreno de la propiciación de Cristo, de manera que sea conducido a confesar el pecado o pecados, y tener el gozo del perdón. «Pecado», como principio que involucra la alienación de todas las cosas en cuanto a Dios desde la caída del hombre, y visto especialmente en la naturaleza pecaminosa del hombre, ha quedado judicialmente quitado de delante de Dios en la cruz de Cristo. Dios ha condenado el pecado en la carne en el sacrificio de Cristo (Ro. 8:3), y en consecuencia el Espíritu es dado al creyente. El Señor Jesús es proclamado como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (no «los pecados», como en ocasiones se cita). Él purificará los cielos y la tierra de pecado, y como resultado habrá nuevos cielos y nueva tierra, en los que morará la justicia. Aunque Cristo gustó la muerte por todos, no se le presenta como llevando los «pecados» de todos: Su muerte, por lo que respecta a «los pecados», queda precisada con las palabras «de muchos», «nuestros pecados», etc.

(c) El origen del pecado no estuvo en el hombre, sino en el diablo (cfr. 1 Jn. 3:8). Sí fue introducido en el mundo por el hombre, entrando también la muerte como su pena (cfr. Ro. 5:12). El «pecado original» es un término teológico que puede ser usado para describir el hecho de que todos los seres humanos han heredado una naturaleza pecaminosa de Adán, que cayó en pecado por su transgresión (véase CAÍDA).

(d) La universalidad del pecado es evidente. Ya de principio, el hombre posee una naturaleza heredada que lo inclina al pecado (Sal. 51:7; 58:4; Jb. 14:4). Todo nuestro ser está contaminado por el mal: nuestros pensamientos, acciones, palabras, sentimientos, voluntad (Gn. 6:5; 8:21; Mt. 15:19; Gá. 5:19-21; Ro. 7:14-23); no existe un solo ser humano que sea justo ante Dios (1 Ro. 8:46; Pr. 20:9; Ec. 7:20; Is. 53:6; Ro. 3:9-12, 23; 1 Jn. 1:8; 5:19), con la sola excepción de Aquel que apareció para quitar el pecado (He. 9:26; cfr. 1 Jn. 3:5), Aquel que «nunca hizo pecado, ni se halló engaño en su boca» (1 P. 2:22), el inmaculado Hijo de Dios.

(e) La condenación del pecado es inevitable y terrible. Según la Ley, «la paga del pecado es la muerte» (Ro. 6:23). Esta muerte y juicio se extienden a todos los hombres, por cuanto todos han pecado (Ro. 5:12); El hombre está muerto en Sus delitos y pecados (Ef. 2:1). Le es necesario nacer de nuevo para entrar en comunión con Dios, pues las iniquidades del hombre hacen separación entre él y Dios (cfr. Is. 59:2). Dios juzgará pronto a todos los pecadores y todas sus acciones, incluso las más secretas (Ec. 12:1, 16; Ro. 2:16).

(f) Jesús fue «hecho pecado» por nosotros (2 Co. 5:21). Una expresión así nos rebasa; significa que Cristo no sólo tomó sobre sí en la cruz todos los pecados del mundo, como nuestro Sustituto (Lv. 16:21; Is. 53:5-6, 8, 10; 1 Jn. 2:1), sino que además vino a ser, a los ojos de Dios, como la expresión misma del pecado ante Dios, hecho maldición por nosotros (Gá. 3:13).

(g) El perdón de los pecados ha quedado ya adquirido por Cristo para aquel que acepte Su persona y sacrificio en el Calvario. El Cordero de Dios ha quitado el pecado del mundo (Jn. 1:29); Él abolió el pecado por Su único sacrificio (He. 9:26); Su sangre nos purifica de todo pecado (1 Jn. 1:7). La Cena es la señal del pacto para remisión de pecados (Mt. 26:28). Todo aquel que cree en Cristo, recibe por Su nombre la remisión de los pecados (Hch. 10:43). Siendo que Dios nos ha dado Su Hijo, Dios no nos trata ya más según nuestros pecados (Sal. 103:10, 12); los pecados, rojos como la grana, vienen a ser blancos como la nieve (Is. 1:18); los ha echado tras de Sí, y los ha deshecho como una nube (Is. 38:17; 44:22); los ha arrojado al fondo del mar (Mi. 7:19). Los ha olvidado (MI. 7:18). Ya no existen más delante de Él (Jer. 50:20). La misericordia de Dios demanda toda nuestra alabanza.

(Con respecto al pecado imperdonable, véase ESPÍRITU SANTO, f)

(h) La convicción de pecado es una de las mayores gracias que el Señor nos puede conceder. En efecto, se trata de la llave que da acceso a todas las demás. Esta convicción sólo puede ser producida por Su Espíritu (Jn. 16:8). Para ser justificado, el hombre debe ante todo ser consciente de su necesidad. Si pretendemos no tener pecado, mentimos (1 Jn. 1:8, 10); si confesamos nuestros pecados, el Señor es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad (1 Jn. 1:9). Las personas no arrepentidas debieran prestar oído a la solemne advertencia de la palabra de Dios: «Sabed que vuestro pecado os alcanzará» (Nm. 32:23).

(Véanse JUSTIFICACIÓN, MAL, SANTIFICACIÓN.)

Bibliografía:

Véase CAÍDA.


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