(heb. «ghãhseed», «piadoso», Sal. 4:3; «santo», Sal. 32:6; «rahghãmeem», «piedades», Sal. 25:6; gr. «thesebeia», «adoración» o «reverencia» a Dios, «temor reverencial a Dios», 1 Ti. 2:10; «eusebeia», etim. «adorar bien», y de ahí «piedad hacia Dios»; lat. «pietas»).

Es un afecto y respeto hacia Dios y los padres. Al clamar: «misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os. 6:6; «misericordia» es el término traducido en otros pasajes por piedad), el Señor demanda una respuesta de corazón, un don de todo el ser, en lugar de una religión formalista que cumpla mecánicamente los sacrificios ordenados por la Ley. Pablo, que usa en varias ocasiones este término, escribe a Timoteo: «Ejercítate para la piedad... la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera» (1 Ti. 4:7-8).

La encarnación y la glorificación de Cristo constituyen el gran misterio de la piedad (1 Ti. 3:16). La sana doctrina es «conforme a la piedad», por cuanto ambas cosas son inseparables (1 Ti. 6:3). La piedad es nuestra principal fuente de ganancia aquí abajo (1 Ti. 6:6), y debemos buscarla intensamente (1 Ti. 6:11), para vivir verdaderamente «en toda piedad» (1 Ti. 2:2; Tit. 2:12; cfr. 2 P. 1:6).

La marca de la apostasía es la de tener «apariencia de piedad, pero negar(án) la eficacia de ella» (2 Ti. 3:5). Así, debemos dar a Dios un culto que le sea agradable «con temor y reverencia» (He. 12:28).

El hombre piadoso de los Salmos es objeto de la bendición y protección del Señor (Sal. 4:3; 32:6; 86:2). Los judíos y los prosélitos piadosos acogieron felices la predicación del Evangelio (Lc. 2:25; Hch. 2:5; 8:2; 10:2; 13:43). Tanto en nuestros días como entonces, «todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución» (2 Ti. 3:12). El mismo Dios da a los creyentes todo aquello que pertenece a la vida y a la piedad, y no dejará de librar de las pruebas a todos los hombres piadosos (2 P. 1:3; 2:9).

La piedad se ejerce también en el seno de la familia y hacia los padres: viene a ser la piedad filial, particularmente grata a Dios. Por cuanto si uno no se cuida de los suyos, y principalmente de los de su familia, ha renegado de la fe, y es peor que un infiel (1 Ti. 5:4, 8).


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