(gr.: «kerygma»).

Se usa en el NT de «un anuncio», o «un dar a conocer», sin conllevar necesariamente la idea de una predicación formal como se entiende la palabra en la actualidad. Cuando la Iglesia en Jerusalén padeció persecución, todos se dispersaron, excepto los apóstoles, y fueron por todas partes «anunciando el evangelio» (Hch. 8:1-4).

En Eclesiastés, Salomón se denomina a sí mismo «el predicador» (Ec. 1:1; véase ECLESIASTÉS). De Noé se afirma que fue «pregonero de justicia» (2 P. 2:5). Pablo fue designado como predicador (heraldo) (1 Ti. 2:7; 2 Ti. 1:11; cfr. 1 Co. 9:27). A Dios le plació «salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Co. 1:21).

Dios se sirve de la predicación, del anuncio de las buenas nuevas, para dar a conocer Su amor y la obra del Señor Jesucristo. «¿Cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique?... ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!» (Ro. 10:14-15).

La importancia de la predicación viene subrayada con las siguientes palabras: «La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Ro. 10:17).

El objeto central de la predicación o proclamación cristiana es la persona y la obra del Señor Jesucristo, Dios manifestado en carne, muerto por nuestros pecados, y resucitado para nuestra justificación (Jn. 1:1, 14; 1 Ti. 3:16; Ro. 4:25) ,y que volverá para juzgar al mundo con justicia (Hch. 17:31; 24:25); estrechamente relacionada con esta proclamación está la instrucción dada al cristiano de la promesa de su recogimiento por Cristo (Jn. 14:1-4; 1 Ts. 4:13-18; Ap. 22:20), lo que constituye la esperanza presente del cristiano y su móvil para agradar al gran Dios y Salvador Jesucristo, que se dio a Sí mismo para rescatamos y purificarnos (Tit. 2:11-14).

Acerca de la predicación «a los espíritus encarcelados», véase DESCENSO (DE CRISTO A LOS INFIERNOS).


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