Cubierta del arca (heb. «kapporeth», «cubierta»; gr. «hilasterion» (Éx. 26:34; He. 9:5).

Este término no designaba sólo la cubierta del arca, sino que evocaba a la vez el lugar y el acto mediante el que el sacrificio expiatorio hacía que Dios fuera propicio al pecador.

El propiciatorio era de oro puro; medía 2,5 codos de longitud por 1,5 de anchura. Formando parte integral de una sola pieza con esta cubierta, había un querubín en cada uno de sus extremos. Ambos querubines estaban frente a frente, con las alas extendidas, inclinados hacia el propiciatorio. Una de sus alas descendía hacia el propiciatorio, en tanto que la otra se unía con la del otro querubín. La gloria del Señor se manifestaba entre los querubines. Aquél era el punto de encuentro de Jehová con Su pueblo, y desde allí hablaba con él (Éx. 25:17-22; 30:6; Nm. 7:89). En el Templo de Salomón había la misma disposición (1 R. 6:23-28; 8:6-11; 1 Cr. 28:11).

Una sola vez al año entraba el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo, y ello sólo después de haber ofrecido un sacrificio por su propio pecado, para quemar allí incienso en presencia de Jehová. Una nube de perfume se elevaba allí, símbolo de la intercesión aceptada (cfr. Ap. 8:4). La nube de incienso cubría el propiciatorio. A continuación, el sumo sacerdote rociaba el propiciatorio y delante de él con la sangre del toro sacrificado. A continuación inmolaba un macho cabrío por el pecado de la nación, llevando asimismo esta sangre derramada detrás del velo, al Lugar Santísimo. Volvía a rociar el propiciatorio, y delante de él. El sumo sacerdote hacía expiación por sus propios pecados y los del pueblo por encima de la Ley divina, escrita sobre las dos tablas de piedra depositadas dentro del arca. Los querubines, armados de una espada de fuego, habían mantenido al hombre caído lejos del árbol de la vida y del paraíso (Gn. 3:24). De derecho, deberían atravesar al pecador temerario que se introdujera en la misma presencia de Dios, dentro del Lugar Santísimo. Pero aquí estaban sin arma, con la mirada dirigida hacia el propiciatorio, donde la sangre mostraba que la muerte de la víctima había dado satisfacción plena a la Ley y a la justicia de Dios (cfr. Lv. 16:1-16; véase EXPIACIÓN [DÍA DE LA]).


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