En las costas del mar Muerto se conseguía una sal de una calidad mediocre, después de la evaporación del agua salada. También se conseguía sal de la que se adhería a los acantilados. Los moradores de Canaán y de las regiones circundantes se servían de la sal para sazonar sus alimentos y para conservarlos (Jb. 6:6; Eclo. 39:26). La Ley ordenaba poner sal en todas las ofrendas (Lv. 2:13; Ez. 43:24; Ant. 3:9, 1). Las tierras impregnadas de sal quedan estériles (Jb. 39:9). Las ciudades condenadas a la total destrucción eran sembradas con sal. Abimelec devastó Siquem y la cubrió de sal (Jue. 9:45). Durante el cataclismo que destruyó las ciudades de la llanura del Arabá, la mujer de Lot se demoró en la región maldita y fue transformada en una columna de sal (Gn. 19:26; Ant. 1:11, 4). La impura sal de Siria, expuesta a la lluvia, al sol, o depositada en casas húmedas, perdía su sabor. No valiendo para nada, era tirada (cfr. Mt. 5:13; Lc. 14:35).

La sal, que da sabor agradable a los alimentos, es el símbolo de los hijos de Dios, cuya vida y testimonio deben ser llenos de sabor y atractivo. Todas las ofrendas de Levítico, imágenes de la ofrenda de Cristo, debían ser presentadas con sal, que era señal del pacto con Dios (Lv. 2:13; cfr. Ez. 43:24). El perfume sagrado que era quemado sobre el altar de oro debía ser salado (Éx. 30:35). El Señor Jesús dijo a los creyentes que ellos, a su vez, eran la sal de la tierra (Mt. 5:13); deben tener sal en sí mismos (Mr. 9:51); su palabra debe estar siempre sazonada con sal (Col. 4:6). En efecto, no hay nada más llano, insípido, incluso mortífero, que los cristianos sin influencia, las vidas sin relieve, las palabras vacías de sentido: son cosas totalmente inútiles. Se han hecho otras aplicaciones a este símbolo: así como la sal detiene la corrupción, los creyentes son un freno a la corrupción del mundo; si la sal provoca la sed, los cristianos auténticos deberían provocar sed de Dios en los que tienen a su alrededor.


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