Josefo acuñó este término para definir el gobierno instituido en el Sinaí: «Nuestro legislador... ordenó que nuestro gobierno fuera lo que designaré por el expresivo término de teocracia: Dios ejerciendo la autoridad» (Contra Apión 2:17). Jehová, el cabeza de la nación, se sentaba entre los querubines (Éx. 25:22). Detentaba la autoridad legislativa, ejecutiva y judicial. Había dado a conocer al pueblo la Ley fundamental del Estado, y suscitado hombres capaces de gobernar en Su nombre. Había jueces que cumplían la mayor parte de las funciones judiciales, y sólo se presentaban directamente ante el Señor los problemas de más difícil resolución (Éx. 18:19). (Véase URIM Y TUMIM.) Dios ejercitaba mediante Moisés y por los profetas la autoridad legislativa (Dt. 18:15-19), pero la Ley dada raramente precisó modificaciones o adiciones. En cuanto a las funciones ejecutivas, fueron confiadas a caudillos llamados Jueces. Suscitados cuando se hacía sentir su necesidad, estos hombres se mostraban dignos de la confianza del pueblo, y asumían la dirección de los asuntos (véase JUECES).

Dios hizo de la obediencia la base del régimen teocrático que propuso a Israel en el Sinaí (Éx. 19:4-9). Los ancianos aceptaron esta condición (Éx. 19:7, 8). Jehová hizo resonar el Decálogo, la base misma del Pacto, en los oídos de los israelitas (Éx. 20:1, 19, 22; Dt. 4:12, 33, 36; 5:4, 22; Éx. 19:9). El pueblo, embargado de temor, pidió que no le fueran dadas directamente las normas que se desprendían de los Diez Mandamientos, sino por medio de Moisés (Éx. 20:18-21). El pacto fue ratificado. Moisés escribió en un libro todas las palabras de Jehová, erigió un altar y doce columnas, ordenó ofrecer un sacrificio, y esparció la mitad de la sangre de los animales inmolados sobre el altar. Leyó el libro del pacto al pueblo, y todos se comprometieron a obedecer a Jehová. Moisés roció entonces al pueblo con el resto de la sangre, diciendo: «He aquí la sangre del pacto que Jehová ha hecho con vosotros sobre todas estas cosas» (Éx. 24:3-11; véase PACTO). El pacto había quedado establecido.

El Decálogo, ley fundamental del Estado, recibiría en nuestros días el nombre de «constitución». Era un convenio pasado entre Dios y la comunidad de Israel. Los principios básicos estaban grabados sobre dos tablas de piedra depositadas en el arca. Esta constitución recibía el nombre de «Tablas del Pacto» (Dt. 4:13; 9:9, 11; 1 R. 9:9-21; cfr. Nm. 10:33; Jue. 20:27; 1 S.4:3), o del «testimonio» (Éx. 31:18; 32:15, etc.). Las normas que se derivan del Decálogo no son nunca contrarias a ellas. Son su aplicación a la vida cotidiana. Estos estatutos, agrupados ordenadamente, especialmente de diez en diez o de cinco en cinco, forman un código en el que el término «Si» marca frecuentemente el comienzo de las subdivisiones.

Secciones esenciales:

  • (a) Leyes relativas al altar y al culto (Éx. 20:23-26).
  • (b) Leyes salvaguardando los derechos de los hombres:

la libertad (Éx. 21:2-11);

homicidio voluntario y accidental (Éx. 21:12-32);

daños causados a la propiedad (Éx. 21:3-22:15).

  • (c) Estatutos relacionados con la conducta individual (Éx. 22:1-23:9).
  • (d) Ordenanzas concernientes:

al año y día sabáticos,

a las fiestas,

los sacrificios (Éx. 23:10-19).

  • (e) Promesas (Éx. 23:20-33).

En cuanto a la fecha, carácter y codificación de estas ordenanzas, véase MOISÉS. En cuanto a las modificaciones y adiciones posteriores, con vistas a la vida sedentaria en la Tierra Prometida, que precisaba de modificaciones en algunas de las leyes promulgadas para la peregrinación en el desierto, véase DEUTERONOMIO.

Desde la institución de la teocracia en el Sinaí, el pueblo supo que Dios lo gobernaba por medio de Moisés, encargado por Él para ejercitar los poderes legislativo, judicial y ejecutivo. Ya había jueces subalternos que ayudaban a Moisés (Éx. 18:21-26). Al final de la peregrinación en el desierto, los israelitas recibieron la promesa de que Dios seguiría revelándoles Su voluntad (Dt. 18:15-19). Moisés les anunció que Dios proveería para su sucesión, pero que llegaría un día en que el pueblo mismo pediría tener un rey como todas las demás naciones (Dt. 17:14-20). El mantenimiento de la teocracia dependía, en efecto, de la actitud de Israel hacia Dios y hacia el pacto. Los israelitas formaban doce tribus ligadas por lazos de sangre, lengua e historia común, y la esperanza de disfrutar de la libertad en su propio territorio; todo ello contribuía a unirlos; pero es indiscutible que el hecho de estar agrupados bajo la misma autoridad teocrática, representaba para ellos el más poderoso de los vínculos. Fue a partir de que Jehová dejó de reinar sobre ellos de una manera inmediata que se manifestaron las tendencias al cisma (1 S. 10:27; 2 S. 2:8-10; 3:1; 15:10; 17:24; 19:9-10, 41-20:22; 1 R. 12:16-19).

En el momento en el que la nación reclamó un soberano de entre los suyos, el Señor dijo de una manera expresa a Samuel: «No te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos» (1 S. 8:7 cfr. 1 S. 10:19; 12:12). Así acabó la verdadera teocracia en Israel. Sin embargo, Dios no abandonó al pueblo elegido ni Sus planes con respecto a ellos. Por pura condescendencia, Dios les constituyó a Saúl (1 S. 9:15-17; 10:22-24; 12:13, 22), después a David (1 S. 16:1, 12-13), el hombre según su corazón (1 S. 13:14). Hubo a continuación, al menos bajo los mejores reyes, una especie de régimen semiteocrático. Pero no se trataba de nada más que un estado poco satisfactorio y provisional. Mediante sus profetas (incluyendo al mismo David), el Señor anunció la venida del Mesías-Rey, que establecería la perfecta teocracia, en conformidad a su plan eterno (1 S. 25:7, 12-13, 16; Sal. 2; 45:7-8; 72:1-11; Is. 9:5-6; 11:1-10, etc.).

El reinado glorioso del Milenio será la última palabra del Señor sobre la tierra (Ap. 20:1-10) conduciendo a la manifestación de su reino eterno en el cielo. (Véanse MILENIO, REINO DE DIOS.)


Elija otra letra: