Y no tenéis Su Palabra morando en vosotros; porque al que ha enviado, a éste no creéis.

El testimonio de Juan fue valioso solo por el bien de ellos; Jesús no necesitaba el testimonio de los hombres. Podía apelar a un testimonio mayor que el de John. Porque todas las obras que estaba realizando le habían sido encomendadas por el Padre para que las llevara a cabo precisamente de esa manera; todos los milagros de Jesús sirvieron a un propósito definido. A través de ellos, Dios mismo le dio testimonio de que era el Hijo de Dios. Si hubiera sido un engañador y un tramposo, Dios no le habría dado el poder de realizar obras tan maravillosas.

Nadie que haya visto Sus milagros y los haya juzgado con una mente abierta e imparcial podría negar Su misión divina. Todas Sus obras fueron evidencia de mayor peso que las de Juan. La aparición entera de Jesús y la manifestación de Su gloria clamaron en voz alta en testimonio de Su misión divina. Y además de este testimonio, innegable, incuestionable, estaba el testimonio de la voz del Padre, a través de los escritos de los profetas.

Dios no se apareció a los judíos en una manifestación visible; no oyeron Su voz, no vieron Su forma. Y, sin embargo, estaba la evidencia contenida en la Palabra del Antiguo Testamento, tan clara e inequívoca que no podía haber duda en cuanto a su exactitud. A pesar de todo eso, sin embargo, Su Palabra no había encontrado un lugar permanente en sus corazones; no aceptaron el testimonio de Dios mismo.

Porque la recepción dada al delegado de Dios, al mismo Hijo de Dios, es prueba de que la Palabra de Dios no mora en ellos. Si realmente creían en Dios en los testigos del Antiguo Testamento, como profesaban, recibirían a Su gran Ministro, el Profeta a quien Moisés señaló. Es la esencia de la incredulidad que la gente rechace la Palabra de Dios como un lugar permanente en su corazón, que simulen la religión en sus vidas, pero que no tengan una religión verdadera en sus corazones.

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