(quien también, cuando estaba en Galilea, le seguía y le servía;) y muchas otras mujeres que subían con él a Jerusalén.

Así como una gran señal había acompañado el sufrimiento más profundo de Cristo, así la naturaleza manifestaba ahora su horror, por mandato de Dios, por la acción blasfema que se había realizado en el Calvario. Mientras la tierra se estremecía en estremecimiento de terror por el ultraje hecho al Hijo de Dios, el gran velo en el Templo, que separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo, la habitación donde estaba el altar del incienso de la habitación donde estaba el alto sacerdote entraba una sola vez al año, en el gran Día de la Expiación, se partía en dos partes, de arriba abajo.

Esa era una señal de que el pecado, que hasta ahora había separado al hombre de Dios, ahora había sido quitado, eliminado. No hay necesidad de mediadores y sacerdotes terrenales para asegurar a los creyentes la misericordia de Dios a través de la sangre de los becerros y de los machos cabríos, puesto que nuestro gran Mediador y Sumo Sacerdote entró en el lugar santísimo del cielo y perfeccionó para siempre a los santificados. Cada pecador puede ahora, en la fuerza del sacrificio de Cristo, venir libremente a Dios y depender de la plena redención a través de Su sangre.

El centurión romano que estaba a cargo de los soldados que custodiaban la cruz fue testigo de todo lo que sucedía en y cerca del Calvario. Pero la mayor impresión la causó la misma muerte de Jesús. Aquí no hubo una derrota, sino una victoria, como todos pudieron ver. Él y los que estaban con él pueden haber oído a menudo los relatos del Mesías de los judíos, del hecho de que iba a ser el Hijo de Dios y que traería la salvación a su pueblo.

Este hecho le abrió los ojos; ahora se dio cuenta y confesó francamente: Verdaderamente, este Hombre era el Hijo de Dios. Su corazón había aceptado a Jesús como su Salvador. A cierta distancia también estaban de pie algunas de las mujeres que se habían ocupado de servir al Señor con el ministerio de sus manos. Estaban María Magdalena, de la cual el Señor había echado siete demonios, María, la madre de Santiago el Menor, o el Menor, y de Josses, y Salomé, la esposa de Zebedeo, y la madre de Santiago y de Juan.

Estas mujeres habían servido a Jesús en silencio, pero con eficacia, incluso cuando estaba en Galilea, habían hecho el viaje hasta Jerusalén con él, y ahora eran testigos de su martirio. Nota: Cuando los apóstoles llamados huyen del lado del Señor y se esconden, por miedo a los judíos, las mujeres muestran el mayor coraje. Además: Le agrada mucho al Señor que se le rinda tal ministerio; Él ha registrado los nombres de estas mujeres para su honor eterno. A las mujeres cristianas que sigan sus pasos, con toda humildad, no les faltará el reconocimiento de Él a su debido tiempo.

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