En estas circunstancias, continuó prediciendo la victoria de los caldeos, con el resultado de que la ira de los príncipes se despertó contra él y fue arrojado al calabozo más repugnante. De ese calabozo fue liberado por intercesión de Ebed-melec, un eunuco etíope, que evidentemente estaba a favor de Sedequías. De nuevo, el rey buscó una entrevista con él, encargándole que no le ocultara nada sobre el futuro.

Jeremías le aconsejó encarecidamente que se sometiera a Babilonia, advirtiéndole que si no lo hacía, las mujeres de su casa acabarían por acumular reproches sobre él debido a la visitación que sobrevendría a la ciudad y al pueblo.

Nada está más marcado a lo largo de toda esta historia que la lealtad absoluta e inquebrantable de Jeremías al mensaje de juicio que fue llamado a entregar. En la hora en que parecía que no se podía cumplir porque el ejército caldeo había abandonado temporalmente el barrio, a pesar de la airada oposición de los príncipes y su sufrimiento, y a pesar de todas las tentaciones creadas por su acceso al rey, nunca se desvió.

Por muy clara que a veces fuera su visión de una restauración definitiva del pueblo por parte de Jehová, sabía que en ese momento el castigo estaba en el propósito de Dios del cual no podía escapar; sin embargo, ni por un momento intentó ocultar el hecho.

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