“Y sabrás que yo soy Jehová, porque no anduviste en mis estatutos, ni cumpliste mis juicios, sino que hiciste conforme a las ordenanzas de las naciones que te rodean”.

El resultado de lo que les iba a suceder les haría ver que Yahweh no estaba allí para jugar. Sabrían que Él  era  Yahweh. Él era el Dios de su pacto, Aquel que estaba allí, Aquel que controlaba su destino. Pero habían ignorado sus requisitos, no habían andado en sus caminos y en sus estatutos, no habían gobernado con justicia bajo su dirección y de acuerdo con su voluntad.

Más bien, habían optado por acatar los principios, las ideas y las costumbres enseñadas por las naciones de los alrededores, adorando a sus dioses y caminando en sus caminos al mismo tiempo que afirmaban pertenecer a Yahvé. Se habían hundido a su nivel y habían puesto a Yahvé al mismo nivel que los dioses de otras naciones, impotentes, amorales e ineficaces.

Ésta fue al final la razón de su juicio certero. Habían abandonado la Instrucción (Torá) de Yahweh, y de hecho si no hubiera sido por este juicio sobre Israel que los obligó a preservarlo, y a reconocer una vez más a Yahweh por lo que Él era, podría haberse perdido para siempre, un enorme pérdida para el mundo más allá de toda descripción. Dios habría tenido que levantar a otro Abraham y comenzar de nuevo.

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