El capítulo 37 revela como un hecho la bendición definitiva del pueblo, sin entrar en detalles de los acontecimientos que culminan en esta bendición. Los huesos secos de Israel, de la nación como un todo, son reunidos por el poder de Dios. Dios lleva a cabo esta obra por Su Espíritu, pero por Su Espíritu actuando con poder sobre Su pueblo para producir ciertos efectos en lugar de dar vida espiritual (aunque no hay que dudar de que aquellos que son bendecidos entre los judíos serán vivificados espiritualmente).

El resultado de esta intervención de Dios es que los dispersos de Israel, hasta ahora divididos en dos pueblos, son reunidos en la tierra, reunidos bajo una sola Cabeza, como una sola nación. Es la resurrección de la nación, que en realidad estaba muerta y sepultada. Pero Dios abre sus tumbas y los coloca de nuevo en su tierra restaurados a la vida como nación. Se reconoce el hecho de su división antes de esta operación de Dios.

Pero el resultado de la operación es Israel en su unidad como pueblo. Un rey debe reinar sobre ellos. Esto, bajo la mano de Dios, es el resultado de toda su iniquidad y de las artimañas de los enemigos que los habían llevado cautivos. David (es decir, Cristo) debería ser su rey. Deben ser completamente limpiados por Dios mismo. Deben andar en Sus estatutos y Sus juicios, y habitar para siempre en su tierra.

El santuario de Dios debe estar en medio de ellos para siempre; Su tabernáculo, Su morada, debe estar entre ellos, Él su Dios y ellos Su pueblo. Los paganos deberían saber que Jehová santificó a Israel, cuando Su santuario debería estar allí para siempre. Es la bendición nacional completa de Israel del Señor Jehová.

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