Aquí el rey comienza a actuar con un poco más de consistencia, cuando se acerca al pozo. Anteriormente fue abatido por el miedo a ceder ante sus nobles y olvidar su dignidad real entregándose a ellos como cautivo. Pero ahora no teme su envidia ni la perversidad de su discurso. Se acerca a la guarida de los leones temprano por la mañana, dice él, es decir, al amanecer, antes de que fuera, a la luz, que llegaba durante el crepúsculo y a toda prisa. Así lo vemos sufrir bajo el dolor más amargo, que supera todos sus miedos anteriores; porque aún podría haber sufrido miedo, al recordar esa formidable denuncia: ¡Ya no disfrutarás de tu suprema orden, a menos que reivindiques tu edicto por desprecio! Pero, como he dicho, el dolor supera todo miedo. Y, sin embargo, no podemos alabar ni su piedad ni su humanidad; porque, aunque se acerca a la cueva y grita, "¡Daniel!" con una voz lamentable, todavía no está enojado con sus nobles hasta que ve al siervo de Dios perfectamente a salvo. Entonces sus espíritus revivirán, como veremos; pero aún persiste en su debilidad y se encuentra en un lugar intermedio entre los perversos despreciadores y los sinceros adoradores de Dios, que siguen con una intención recta lo que saben que es justo.

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