36. Yo soy el Señor tu Dios. En estos primeros cuatro pasajes trata los mismos puntos que hemos observado en el prefacio de la Ley; porque él razona en parte de la autoridad de Dios, que la ley debe ser obedecida con reverencia, porque el Creador del cielo y la tierra justamente reclama el dominio supremo; y, en parte, les presenta la bendición de la redención, para que puedan someterse voluntariamente a su ley, de quien han obtenido su seguridad. Porque cada vez que Dios se llama a sí mismo Jehová, debe sugerir Su majestad, ante la cual todos deben ser humillados; mientras que la redención debería en sí misma producir sumisión voluntaria. Al principio repite las mismas palabras que había usado últimamente; y desde allí los exhorta a observar sus estatutos y juicios, es decir, atesorarlos diligentemente en sus mentes. Luego les recuerda por lo tanto que deben observar atentamente la Ley, a saber, que pueden realizar las obras que Dios requiere. Tampoco es sin una razón que al final del segundo verso se declara a sí mismo como Jehová, porque no es fácil someter a las mentes rebeldes o retener a los volubles en el temor de Dios. En el siguiente verso, se agrega la calificación "que lo santifica", para despertarlos fervientemente y demostrar su gratitud a Dios, que por privilegio peculiar los separó del resto de la humanidad.

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