36. Y cuando Balak escuchó que Balaam había venido. Este pasaje nos representa admirablemente el espíritu de todos aquellos que se dedican a sus diversas supersticiones sin un sincero temor de Dios. Se están encogiendo ante sus falsos profetas; los adulan de manera mezquina, y apenas dejan de adorarlos, de modo que no se pueda imaginar nada más obsequioso; sin embargo, en su interior aprecian el orgullo, que estalla cuando de ninguna manera lo esperan. El rey sale al encuentro del profeta y se rinde los honores correspondientes a sí mismo y a su oficio. Es una gran condescendencia; porque es equivalente a poner su corona y su cetro a sus pies: pero su disimulación pronto se descubre cuando, al exponerse con Balaam, se jacta de su poder y riquezas, con lo que pudo recompensarlo. Ahora bien, esto es precisamente como si él hiciera que el oficio profético se subordinara al dinero y reclamara el dominio sobre sus revelaciones por medio de su riqueza. Por grande que sea, entonces, puede ser el servilismo con el que las personas supersticiosas halagan a sus ídolos y sacerdotes, aunque nunca dejan de lado sus espíritus orgullosos. Tal celo podemos verlo en los papistas, quienes son tan pródigos como sea posible de la reverencia que exhiben hacia sus prelados y monjes; pero con esta condición, que serán, por su parte, complacientes con sus deseos. Por lo tanto, si un sacerdote (sacrificus) no satisface a sus adoradores, se burlan de él con tanta amargura como si fuera un rebaño de cerdos.

La respuesta de Balaam a primera vista no respira nada más que piedad: "He venido (dice), pero debo hablar como Dios lo manda". Por lo que significa que, en la medida en que lo requiera la civilidad, y en la medida en que dependiera de sí mismo, habría cumplido los deseos del rey; pero que, con respecto a su oficio como profeta, no tenía la libertad de hacer esto, en la medida en que ignoraría el favor de toda la humanidad, para poder obedecer los mandamientos de Dios solo.

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