(gr.:« pistis»).

Es una palabra relacionada con «creer»; desde luego, ambos conceptos no pueden estar separados.

En el AT aparece dos veces la palabra «fe» en sentido propio (Dt. 32:20; Hab. 2:4). Las palabras en heb. son «emun», «emunah»; pero «aman» se traduce frecuentemente como «creer». La primera vez que este verbo aparece en el AT es cuando se usa de Abraham: «Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia» (Gn. 15:6). En esto se apoya Pablo en Ro. 4, donde la fe del creyente le es contada por justicia, sacándose la conclusión de que si alguno cree en Aquel que resucitó a Jesús el Señor de entre los muertos, le será contado por justicia.

Esto puede recibir el nombre de «fe salvadora». Es la confianza en Dios puesta en Su palabra; es creer en una persona, como Abraham creyó a Dios. «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Jn. 3:36). No hay virtud ni mérito en la fe misma; lo que hace es ligar al alma con el Dios infinito. La fe es ciertamente don de Dios (Ef. 2:8). La salvación es sobre el principio de la fe, en contraste con las obras bajo la ley (Ro. 10:9). Pero la fe se manifiesta por las buenas obras. Si alguien dice que tiene fe, es cosa razonable decirle: «muéstrame tu fe» por tus obras (Stg. 2:14-26). Si, por otra parte, la fe no da evidencia de sí misma, es descrita como «muerta», totalmente diferente de la fe verdadera y activa. Un mero asentimiento mental a lo que se afirma, como mero asunto factual, no es fe. Así, la fe engloba la creencia, pero llega más lejos que ella, dándose de una manera vital a su objeto. El hombre natural puede creer un cúmulo de verdades. «Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan» (Stg. 2:19). Pero el creer personalmente, con una involucración personal, esto es, la fe, da gozo y paz.

Hay también el poder y la acción de la fe en el camino del cristiano: «Por fe andamos, no por vista» (2 Co. 5:7). Vemos esta fe exhibida en las vidas de los santos del AT, cantada en He. 11. El Señor tenía que reprender con frecuencia a sus discípulos por su carencia de fe en su andar diario. El creyente debiera tener fe en el Dios viviente con respecto a todos los detalles de su vida diaria.

LA FE es en ocasiones mencionada en el sentido de «la verdad», lo que ha sido registrado, y lo que los cristianos han creído, para la salvación del alma. Por esto los cristianos deberían contender eficazmente para no perderla. Se trata de un depósito fundamental. Son muchos los falsos profetas que han salido al mundo, y que se han introducido encubiertamente para predicar herejías destructoras, negando la persona y la obra de Jesucristo (1 P. 2:1; Jud. 3, 4).

Con frecuencia, se ha presentado la «razón» como opuesta a la fe. Sin embargo, ésta es una postura falsa. La fe acepta una revelación venida de parte de Dios acerca de temas que el hombre no puede llegar a conocer por su propia cuenta. El hombre solamente puede investigar aquello que ha sido puesto debajo de su potestad. La razón es aquella facultad por la que el hombre puede, una vez tiene datos, clasificar estos datos y sacar unas determinadas consecuencias de ellos. No puede, por sí misma, conseguir datos, sino trabajar sobre ellos. Hay datos que el hombre puede conseguir mediante una investigación de su entorno. Pero no es «la razón» lo que puede decirle que ésta sea toda la realidad existente. La razón no puede nunca negar la posibilidad ni factualidad de una revelación procedente de Dios. No puede ni siquiera pretenderlo. Si en nombre de la razón se pretende negar la Revelación, se abandona por ello mismo la racionalidad, y se cae en el racionalismo, la totalmente injustificada atribución de un carácter absoluto a la razón, como juez y árbitro final. No es la razón, entonces, lo que empuja al hombre a negar la Revelación, sino la incredulidad, movida por la enemistad contra Dios (cp. Ro. 8:7). El caos de las religiones y filosofías de factura humana constituye la demostración de ello. Por la caída, el ser humano entero ha quedado hundido en las tinieblas. Así como su cuerpo está abocado a la tumba y su corazón es capaz de los peores sentimientos, su razón ha quedado falseada y su inteligencia entenebrecida. Decía Pablo de los paganos de su tiempo, griegos y romanos: «profesando ser sabios, se hicieron necios» (Ro. 1:22). El hombre moderno no ha adelantado nada, a pesar de todos los avances de la ciencia tocante al mundo sensible. No le son accesibles de manera natural las cosas que atañen a la fe, porque «para él son locura, y no las puede entender»; pero Dios está dispuesto a revelarlas por su Espíritu (1 Co. 2:9-16). Es entonces que se ilumina la inteligencia del hombre, hallando la solución a los más vitales problemas de la existencia, y que su razón regenerada halla su verdadero lugar al quedar iluminada y dirigida por la fe.

El conflicto no está, pues, entre razón y fe, sino entre la razón obrando en un esquema mental de incredulidad y rebelión contra Dios y su revelación frente a la razón informada, iluminada y dirigida por la gozosa confianza en el Dios que ha hablado, revelándose a Sí mismo su justicia, amor, y propósitos en Cristo Jesús, en el tiempo y en la eternidad.


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