(A) Término que designa al ser humano, para diferenciarlo a la vez de la Deidad y de los animales (Nm. 23:19; Jb. 25:6; Sal. 8:5; Is. 51:12). (Véase (a) (G)).

Gabriel, dirigiéndose al atemorizado Daniel, le dice: «hijo de hombre» (Dn. 8:17).

Ezequiel, abrumado por una visión, oyó las palabras: «Hijo de hombre, ponte en pie» (Ez. 2:1). A partir de entonces, esta expresión se repite constantemente (92 veces) para dirigirse al profeta.

Daniel predijo (Dn. 7:13, 14) que la potencia mundial hostil, simbolizada por las bestias feroces, sucumbirá ante el Anciano de días. «Uno como hijo de hombre», viniendo con las nubes del cielo, recibirá entonces el dominio universal. Todos los pueblos lo servirán; su dominio será un dominio eterno, que nunca tendrá fin, y su reino no será jamás destruido. En esta visión, el ser humano contrastado con las bestias (tipos de los reinos de este mundo) representa al hombre por excelencia, al Mesías, destinado a recibir con todos los santos el reino universal y eterno (Dn. 7:14, 27).

(B) Jesús, el Hijo del hombre. En los Evangelios, el Señor se da a Sí mismo este título 78 veces, evocando deliberadamente Dn. 7:13-14 (cfr. Mt. 24:30; Mr. 14:62, etc.). Esteban también designa a Jesús con este título (Hch. 7:56; cfr. He. 2:6; Ap. 1:13; 14:14). Al elegir un título así, el Cristo no quiere sólo afirmar su fraternidad con los hombres ni insistir en su condición humana, por cuanto al mismo tiempo reivindica constantemente los atributos de la Deidad (Lc. 5:24). Opta con ello por un término que le define como un representante típico de la humanidad, el «último Adán», el «segundo hombre» venido del cielo, en tanto que el primero era de la tierra (1 Co. 15:45, 47), el cabeza de la nueva raza salvada por su sacrificio (Ro. 5:12-19). El Cristo recibe el nombre de Hijo del hombre en relación con toda la raza, en tanto que Hijo de David es su nombre en relación con Israel, e Hijo de Dios es su nombre divino.

Jesús empleó constantemente el título de Hijo del hombre en relación con su misión. Se identifica con los hombres perdidos, los viene a buscar y a salvar (Lc. 19:10); da su vida en rescate por muchos (Mr. 10:45). Como tal, es entregado, crucificado, sepultado y resucitado (Mt. 12:40; 20:18; 26:2); volverá también en su cuerpo glorificado para juzgar y reinar (Mt. 24:30, 39; 25:31; Ap. 1:13-16). Queda claro de pasajes como Mt. 26:63-64 y 16:13, 16-17 que el Hijo de Dios y el Hijo del hombre son la misma persona.

Según Jn. 5:22, 27, Dios mismo no juzga a nadie, sino que todo el juicio lo ha dado a Cristo, por cuanto es el Hijo del hombre. En lugar de castigarnos como hubiera podido hacer, el Padre envió a su Hijo para salvarnos. Por este acto de Dios, el hombre no se pierde porque sea pecador, sino porque rehúsa el perdón divino (Jn. 3:16-19). Así, es el mismo Salvador quien viene a ser el Juez. Es cosa terrible menospreciar al Hijo del hombre, que ha sido soberanamente exaltado después de su humillación, y que aparecerá pronto en su gloria (He. 2:6-9).


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