El castigo pronunciado por Dios como consecuencia del pecado de Adán y Eva. El hombre no fue objeto de la maldición, sino que ésta cayó sobre la serpiente y sobre la tierra. El hombre debería comer con dolor del fruto de la tierra todos los días de su vida, y en dolor debería la mujer dar a luz sus hijos (Gn. 3:17).

Después del diluvio, el Señor olió el grato olor del sacrificio de Noé, y dijo en su corazón: «No volveré más a maldecir la tierra por causa del hombre; porque el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud» (Gn. 8:21). Había comenzado una nueva dispensación del cielo y de la tierra, y Dios no iba a maldecirla ya más, sino que iba a actuar respecto a ella en base al grato olor de la ofrenda de Noé. El hombre recibió aliento. Las estaciones anuales persistirían en tanto que la tierra permaneciese (Gn. 8:22). Dios hizo un pacto con Noé y su descendencia, y con todo ser vivo, y como prenda de este pacto estableció su arco en las nubes (Gn. 9:8-17).

Toda la creación está sometida a vanidad, y gime y está con dolores de parto (Ro. 8:20-22). Pero hay la certidumbre de una liberación ya conseguida. Las espinas y cardos eran las pruebas de la maldición (Is. 32:13); pero viene el tiempo en que «en lugar de zarza crecerá ciprés, y en lugar de la ortiga crecerá arrayán» (Is. 55:13). Tanto los débiles como los fuertes del reino animal morarán también en feliz armonía en el milenio (Is. 11:6-9). En un sentido más sublime, Cristo ha redimido a los creyentes procedentes del judaísmo de la maldición de la Ley, habiendo sido hecho maldición por ellos, porque maldito es todo el que es colgado de un madero (cfr. Gá. 3:13). (Véase BENDICIÓN.)


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