Prohibida en la Palabra de Dios (Éx. 23:7) y aborrecida por el justo (Pr. 13:5); se anuncia castigo sobre el que la practica (Pr. 19:5, 9).

El convertido a Cristo se aparta de su antigua forma de vivir y, andando en novedad de vida, debe desechar la mentira y hablar la verdad (Ef. 4:25; cfr. Mt. 5:33-37).

La mentira por antonomasia es la negación y oposición a Cristo, negando el testimonio de Dios (1 Jn. 2:22; 5:10). El origen de la mentira está en Satanás (Jn. 8:44), que presentó una falsa imagen de Dios a Eva, empujando a la primera pareja a la muerte (Gn. 3:1-6).

Los hombres se pueden mentir a sí mismos (Stg. 1:22), confundiendo los propios deseos con la realidad; pueden mentirse entre sí (Lv. 19:11); pueden mentir a Dios (Hch. 5:3, 4), aunque desde luego no puedan engañarlo.

La mentira es aborrecida por Dios porque destruye la recta comprensión de la realidad («andamos en tinieblas», cfr. 1 Jn. 1:6), con lo que el hombre se desvía del verdadero conocimiento y comunión con Dios. La mentira destruye la confianza entre los hombres, oscurece el entendimiento, y lleva a la destrucción eterna (Ap. 21:7; 22:15).

Dios no miente ni puede mentir (Nm. 23:19), no cabiendo ni pudiendo caber en Él por cuanto Él es la realidad primera y última y absoluta contra la que atenta toda mentira (cfr. 1 S. 15:29; Tit. 1:2; He. 6:18). Por su parte, Jesús, Dios mismo manifestado en carne, es la misma «verdad», la verdad acerca de Dios, y la verdad de lo que Dios quería que fuera el hombre, el cúmulo de todas las perfecciones (cfr. Jn. 14:6). Por ello, aquel que tiene comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, exclama de corazón: «la mentira aborrezco y abomino; tu ley amo» (Sal. 119:163).


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