(a) Definición.

El milagro es una intervención sobrenatural en el mundo externo, que aporta una revelación singular de la presencia y del poder de Dios. «Se trata, dentro de la acción ordinaria de las fuerzas de la naturaleza, de una interferencia del Autor de la naturaleza. Se trata de un acontecimiento que no resulta de una simple combinación de las fuerzas físicas, sino que proviene de un acto directo de la voluntad divina» (doctor Barnard, «Hastings Bible Dictionary», III, p. 384). En un sentido estricto, no se da el nombre de «milagro» a cualquier hecho o acontecimiento debido a causas sobrenaturales ni a coincidencias extraordinarias (calificadas en ocasiones de «providenciales»). Para la Biblia, toda la naturaleza depende totalmente del Creador; no se trata de un universo puramente material gobernado por «leyes inmutables». Bien al contrario, «todo acontecimiento natural es considerado sencillamente como un acto de la libre voluntad de Dios, sea la lluvia o el sol, los temblores de tierra o cualquier otra cosa. Así, la esencia del milagro no es que sea "sobrenatural", sino que constituye una prueba clara y singularmente notable del poder de Dios y de la libertad que usa para cumplir sus propósitos» (Schultz, «Old Testament Theology», II, PP. 192-193).

(b) Posibilidad de los milagros.

Para el que cree en un Dios personal, la posibilidad de los milagros no le causa problema alguno. Se podría comparar la intervención milagrosa del Señor en el mundo físico a la de la voluntad y al hombre utilizando su fuerza muscular para controlar y neutralizar la «ley de la gravedad», sosteniendo un objeto, o contrarrestando cualquier otra «ley de la naturaleza». En realidad, lo que debería de ser explicado es la ausencia de milagros por parte de Aquel que lo sostiene, controla y dirige todo; Cristo se proclama la fuente de vida y salvación, y Él lo sustenta todo por la palabra de su potencia (cfr. Col. 1:16, 17; He. 1:2, 3). La negación de la posibilidad misma de los milagros proviene, en el fondo, de una postura atea (Dios no existe, no puede por tanto manifestarse), y del panteísmo (no es un Ser personal y no sabría intervenir inteligentemente).

Todo creyente que ha sentido en su fuero interno la experiencia de la verdad del Evangelio y de la acción regeneradora del Espíritu Santo sabe personalmente algo del poder de Dios y de la realidad de su revelación; no le cuesta nada admitir las otras intervenciones divinas, tan íntimamente ligadas a la historia de la salvación. Junto con el que había sido ciego de nacimiento, puede decir: «Una cosa sé, que yo era ciego, y ahora veo» (Jn. 9:25). Sabe que es una nueva criatura, por cuanto se ha operado en él el milagro del nuevo nacimiento (2 Co. 5:17; Jn. 3:3-8). Puede dar crédito, no sólo al Autor de todos los milagros posibles, sino también a los relatos inspirados que Él ha tenido a bien darnos.

(c) Actos de potencia, prodigios y señales.

Véase SEÑALES.

(d) Efecto e insuficiencia de los milagros.

Los milagros, manifestación del poder y de la intervención de Dios, se dan para impresionar al hombre y para ayudarle a creer. Después de haber dado señales patentes de su naturaleza y misión divinas, Jesús afirma a sus interlocutores que debían creer a causa de las obras mismas (Jn. 10:25, 37-38). Afirma que ellas dan suficiente testimonio de su autoridad, y lanza reproches contra aquellos que no aceptan el testimonio (Mt. 11:3-5, 20-21; 12:28; Jn. 5:36; 14:11; 15:24; 20:30-31).

Sin embargo, los milagros no pueden sustituir a la fe en modo alguno. Faraón, que había exigido un milagro para creer, rehusó dejarse convencer a pesar de todas las evidencias (Éx. 7:9, 13, 22-23; 11:9-10, etc.). Los contemporáneos de Cristo que habían visto, y demandado, tantas señales sobrenaturales, endurecieron sus oídos y cerraron sus ojos a fin de no ser ganados (Jn. 12:37-40; Mt. 13:13-15). Hay una búsqueda de milagros que procede de la carne y no de la fe, la de los judíos anteriormente citados (Mr. 8:11, 12; Jn. 2:18; cfr. 1 Co. 1:22) y la de Herodes por ejemplo (Lc. 23:8). A Estos les dice Jesús, en tono de reproche, «Si no viereis señales y prodigios no creeréis» (Jn. 4:48). En realidad, es el creyente (o el que esté dispuesto a creer) el que ve el milagro, y saca de él un beneficio espiritual: «Si crees, verás la gloria de Dios» (Jn. 11:40; Mt. 9:29). Por otra parte, el Señor no llevó a cabo ningún milagro en medio de la incredulidad (Mt. 13:54, 58).

(e) Épocas de manifestaciones milagrosas.

Es notable observar que en la Biblia los milagros aparecen de una manera casi exclusiva en los siguientes períodos:

(A) En la época de Moisés y de Josué, para confirmar la liberación del pueblo elegido, la promulgación de la Ley y del Pacto, el establecimiento del culto al Dios único y verdadero y la conquista de la Tierra Prometida.

(B) Durante el ministerio de Elías y Eliseo, para sostener a los creyentes en una lucha implacable contra el triunfante paganismo.

(C) Durante el exilio, salvaguardando Dios la fe de los deportados, al manifestar su poderío y superioridad sobre los dioses paganos, mediante la ayuda prestada a Daniel y a sus amigos.

(D) Al comienzo del cristianismo, para acreditar la persona del Hijo de Dios y su obra de salvación; para confirmar el fundamento de la Iglesia y la misión de los apóstoles; para apoyar el paso desde el Antiguo al Nuevo Pacto, y para demostrar la excelencia del Evangelio en medio del mundo antiguo, idólatra y corrompido (He. 2:3-4; Ro. 15:18-19; 2 Co. 12:12).

Fuera de estos períodos, vivieron notables siervos de Dios sin que llevaran a cabo milagros concretos; a propósito de esto se puede citar a Abraham, David y muchos eminentes. Del mismo Juan el Bautista se llega a decir a la vez que él fue el más grande de los hombres del Antiguo Pacto, y que sin embargo no había llevado a cabo milagro alguno (Mt. 11:11; Jn. 10:41).

(f) Los milagros y nuestra época.

Es cierto que Dios es siempre capaz de llevar a cabo milagros, y que el Espíritu puede otorgar a ciertos hombres el don de llevar a cabo milagros y curaciones (1 Co. 12:9-10, 28-30). Sin embargo, es menester que no nos olvidemos de que tales manifestaciones tienen que estar en pleno acuerdo con la Palabra de Dios, y que, por otra parte, se han hallado ausentes en ciertas épocas, incluso de avivamiento, y del ministerio de muy eminentes servidores de Dios (los reformadores Hudson Taylor, Spurgeon, Moody, por citar sólo unos pocos). Además, sería erróneo aplicar el término «milagroso» sólo a los dones de curación, de milagros y de lenguas. Cada manifestación del Espíritu, por serlo, es sobrenatural, y por ello el ejercicio poderoso de un don de sabiduría, de conocimiento, de fe, de discernimiento, de enseñanza, etc., es asimismo milagroso.

(g) Milagros falsos.

El poder de Satanás está en actividad sin cesar, y la Biblia nos pone constantemente en guardia contra él. Los magos de Egipto se mostraron capaces de imitar hasta cierto nivel algunos de los milagros llevados a cabo por Moisés (Éx. 7:11, 22; 8:3; cfr. v. 14). Simón el Mago tenía atónita a toda Samaria por sus actos de magia (Hch. 8:9-11), y Lucas cita a otro mago llamado Elimas (Hch. 13:6-12). Menciona también los libros usados para el ejercicio de las artes mágicas (Hch. 19:19). Es evidente que entonces, como ahora, se daba una buena parte de superchería en estas prácticas mágicas. Pero Cristo y sus apóstoles hablan abiertamente acerca de los grandes prodigios y de los milagros llevados a cabo por los falsos profetas, con el objetivo de seducir incluso, si fuera posible, a los mismos elegidos (Mt. 24:24). Estas señales engañosas serán una característica clara de la carrera del Anticristo y del fin de los tiempos; ahora, como entonces, son suscitados por el poder de Satanás (2 Ts. 2:9-12; 1 Ti. 4:1-2; Ap. 13:13-15).

Sistema para discernir los milagros verdaderos de los falsos.

Se debe utilizar la piedra de toque de la palabra de Dios. Si una señal contradice los mandamientos divinos, tiene que ser rechazada resueltamente (Dt. 13:1-5). Si con ello se busca la gloria y la ventaja personal del hombre, no ha sido dado en el espíritu de Cristo, que nunca efectuó un solo milagro para Sí mismo (cfr. asimismo 1 Co. 12:6). Los milagros auténticos manifiestan la grandeza y la santidad de Dios, por lo que de Él no pueden venir prodigios absurdos y pueriles (p. ej., los de los Evangelios Apócrifos y los de la «leyenda de los santos» de la Edad Media). También deben ser rechazados aquellos que pretendan apoyar dogmas antibíblicos, como la transubstanciación, la inmaculada concepción de María, o la doctrina del purgatorio.

En nuestra época cercana al fin abundan los prodigios engañosos en el mundo religioso y ocultista. El cristiano se debe armar decididamente de la fe que recibe el verdadero milagro, y del discernimiento que rechaza las tretas del enemigo. El Señor, en un día venidero, echará de su presencia a muchos que pretenderán haber llevado a cabo milagros en su nombre (Mt. 7:22-23).

Bibliografía:

Anderson, Sir R.: «El Silencio de Dios» (Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, 1983);

Darby, J. N.: «Miracles and Infidelity», en The Collected Writings of J. N. Darby (Ed. W. Kelly, Stow Hill Bible and Tract Depot, Kingston-upon-Thames, 1966, PP. 163-217);

Habershon, A. R.: «The Study of the Miracles» (Kregel Pub., Grand Rapids, 1957);

Lewis, C. S.: «Miracles» (Collins-Fount Paperbacks, Glasgow, 1978);

Trench, arzobispo R. C.: «Notes on the Miracles of our Lord» (Kegan, Londres, 1902).


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