La voluntad del hombre enfrentada a la de Dios es la esencia del pecado y la base de la caída de Adán. El Segundo Adán, el Señor Jesucristo, dijo de Sí mismo: «no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre» (Jn. 5:30; He. 10:7, 9). Asimismo, el cristiano es llamado a hacer, no la voluntad de su carne y de los pensamientos (cfr. Ef. 2:3), sino a hacer de corazón la de Dios (Ef. 6:6), buscando diligentemente conocerla (Ef. 5:17), comprobando Su voluntad, agradable y perfecta (Ro. 12:2). Frente a la caída por el ejercicio de la voluntad autónoma del hombre, Dios ejerce Su acción redentora conforme al misterio de Su voluntad (Ef. 1:9), que se manifiesta en Su elección de Sus santos (Ef. 1:11) (véase ELECCIÓN) para alabanza de Su gloria, y para vivir en conformidad a Su voluntad, no conforme a las concupiscencias de la carne (1 P. 4:2). «El mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn. 17).


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