La mayoría de las personas tienen el mal hábito de caminar por la vida con los sueños que quieren alcanzar como su enfoque. Confieso que no me gusta destacar mis sueños, aunque, por supuesto, los tengo.

Me explico: los sueños son objetivos, metas, destinos, líneas de llegada. Si sobrevaloro el sueño, es decir, lo que espero que ocurra en el futuro, no valoro todo lo que puedo experimentar en el camino. Y la realidad es que no vivimos sólo para "llegar", vivimos para experimentar la suma de todos los instantes que componen el viaje hasta llegar a la meta.

Ser infeliz porque nuestros sueños no se han hecho realidad es dejar de disfrutar del grandioso paisaje de la escalada sólo porque aún no hemos llegado a la cima de la montaña. Pero... ¡la cumbre no lo es todo! Cada etapa superada es una victoria, una delicia, una gota de felicidad. Si el sueño es tener un hijo, no desprecies las alegrías de los nueve meses de embarazo.

Si el sueño es tener el trabajo, no desprecies el aprendizaje del proceso para conseguirlo. Si el sueño es el matrimonio, no desprecies todo lo bueno que proporciona la soltería antes de caminar hacia el altar. En resumen: deja de poner tanto énfasis en el sueño y empieza a valorar el viaje que te lleva al sueño.

Es saludable tener objetivos y querer "llegar". Nuestro error es pensar que la alegría y el propósito de la vida residen en ver nuestros sueños hechos realidad. En absoluto. Jesús nos enseñó que a cada día basta su propio mal, es decir, cada día tiene su propio enfoque, valor y propósito. La felicidad está en la suma de todos los pequeños y aparentemente insignificantes momentos que juntos nos llevan a la realización, o no, de nuestros sueños.

Al fin y al cabo, esta suma de momentos tristes y alegres, de victorias y derrotas, de lágrimas y sonrisas es lo que conforma este maravilloso regalo que Dios nos hizo, llamado... vida.

Paz a todos los que están en Cristo,

Maurício Zágari