Y Jesús les dijo: Ni yo os digo con qué autoridad hago estas cosas.

El desafío de los judíos Jesús respondió con una contrapregunta, que por cierto contenía la respuesta que ellos exigían. Porque Su pregunta implicaba que Él personalmente sabía que el ministerio de Juan había sido una comisión divina. Y si los judíos concedieran que tanto era verdad, admitirían también la autoridad de Jesús, pues Juan había testificado expresamente acerca del profeta de Galilea. La pregunta del Señor era, por lo tanto, un problema para los miembros del Sanedrín, ya que Jesús hizo de su respuesta la condición de Su propia respuesta.

Sabían muy bien que a esta pregunta, si el bautismo de Juan había sido hecho por autoridad y comisión divina, sólo había dos respuestas posibles, sí o no, del cielo o de los hombres. Por lo tanto, consultaron muy seriamente entre ellos para encontrar alguna salida al dilema, ya que cualquiera de las dos alternativas les resultaba extremadamente desagradable. Si dijeran: Del cielo, invitarían así a la justa censura de Cristo por su negativa a creer. Si dijeran, por otro lado, que Juan no tuvo una comisión divina, sino que actuó únicamente por su propia autoridad, incurrirían en el odio de la gente, que probablemente los apedrearía sin el menor escrúpulo.

Porque la gente en general tenía la firme convicción de que Juan era un profeta y, por lo tanto, habría dictado justicia rápida sobre cualquier negador blasfemo de esta verdad. Y así los sabios líderes del pueblo tuvieron que reconocerse burlados e incapaces de responder; ante lo cual Jesús les informó que su respuesta también sería diferida. De hecho, habían recibido tanto la respuesta como la refutación, y así lo sintieron.

Tenían que admitir en sus propios corazones: si incluso el bautismo y el ministerio de Juan eran del cielo, entonces Cristo, cuyos milagros y predicaciones lo proclamaron mayor que Juan, tendría aún mayor autoridad para actuar como lo hizo en el mundo. Nota: De esta historia se desprende cuán despreciable, incluso desde el punto de vista de la mera moralidad, debe reconocerse que es la incredulidad. Los incrédulos no pueden negar el poder de la verdad y, sin embargo, se niegan a inclinarse ante la verdad.

Y así tratan de evitar el desastre haciendo uso de mentiras, subterfugios y excusas. Si un cristiano está firmemente arraigado en la verdad de las Escrituras, ni siquiera será necesario que conozca de antemano todos los argumentos de los oponentes. Simplemente ordenando los hechos de las Escrituras y defendiendo con calma la infalibilidad de la Biblia, puede confundir, incluso si no puede convencer, a los contradictores.

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