Murió, pues, Saúl, y sus tres hijos, y su escudero, y todos sus hombres, los de su vecindad inmediata, su guardaespaldas, ese mismo día juntos. Ese fue el fin del hombre que una vez tuvo el Espíritu de Dios y fue lleno de poder desde arriba. Aquellos que abandonan al Señor son verdaderamente abandonados y, por lo tanto, al final no tienen consuelo ni ayuda en la hora de la muerte, sino que van por su camino hacia la destrucción eterna.

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