En toda la literatura del Antiguo Testamento no hay capítulo más trágico o lleno de advertencias solemnes y penetrantes que este.

Reflexionándolo detenidamente, notamos que los pasos descendentes se suceden lógicamente en rápida sucesión. Primero, "David se quedó en Jerusalén". Era tiempo de guerra y su lugar estaba en el ejército. En lugar de estar allí, se había quedado atrás, en la esfera de la tentación. Esto no quiere decir que el lugar de la paz sea más peligroso que el de la guerra, sino que cualquier lugar que no sea el del deber es uno de peligro extremo.

A partir de ahí, los acontecimientos avanzaron de forma rápida pero segura. En una breve cita podemos indicar el movimiento: "Vio"; "envió e preguntó"; "él tomó."

El rey había caído del alto nivel de pureza al pecado al ceder a la debilidad interior que ya se había manifestado. Un pecado llevó a otro, y con toda probabilidad su pecado contra Urías, uno de los más valientes de sus soldados, fue más vil que su pecado contra Betsabé.

Desde el punto de vista meramente humano, la inexpresable locura de todo el asunto es evidente cuando se pone en el poder de Joab al compartir con él el secreto de su culpa. Aún más apropiado que en su propio uso de ellos, sus palabras acerca de la muerte de Saúl y Jonatán son verdaderas: "¡Cómo han caído los valientes!"

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