La profecía final en esta división describió la destrucción venidera de la ciudad. Esto se hizo primero bajo la parábola de un caldero prendido al fuego, lleno de agua y puesto a hervir. El profeta aplicó su figura directamente, declarando que Jerusalén era en verdad un caldero. Se recordará que los conspiradores vistos por el profeta en una ocasión anterior habían declarado que Jerusalén era un caldero, y ellos la carne, y con eso habían tenido la intención de indicar su seguridad.

Ezequiel parecería ahora volverse hacia su propia figura y usarla contra ellos, haciéndolo indicar, no seguridad sino juicio, como predijo la certeza de la destrucción venidera de Jerusalén y su pueblo.

En ese momento, el profeta se vio privado de su esposa y se le ordenó que no presentara ninguna manifestación externa de dolor. Obedeció la orden y su actitud ante el dolor fue tan inusual que la gente preguntó a qué se refería. Respondió que Jehová estaba a punto de visitarlos con una calamidad tan espantosa que no podrían encontrar alivio en el duelo o el llanto.

Entonces se le dijo al profeta que se le comunicaría la noticia de la caída de la ciudad, y que en ese día se le abriría la boca y podría hablar con seguridad los mensajes de Jehová.

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