1. ¡Bendice, alma mía, a Jehová! El profeta, agitándose a la gratitud, da con su propio ejemplo una lección a cada hombre del deber que le corresponde. Y sin duda nuestra pereza en este asunto necesita una incitación continua. Si incluso el profeta, que se enardeció con un celo más intenso y ferviente que otros hombres, no se libró de esta enfermedad, de la cual su seriedad para estimularse es una simple confesión, cuánto más necesario es para nosotros, que tenemos abundante experiencia de nuestro propio letargo, para aplicar los mismos medios para nuestra aceleración? El Espíritu Santo, por su boca, indirectamente nos reprende por no ser más diligentes en alabar a Dios, y al mismo tiempo señala el remedio, para que cada hombre pueda descender en sí mismo y corregir su propia lentitud. No contento con invocar a su alma (por lo que sin duda se refiere al asiento del entendimiento y afectos) para bendecir a Dios, el profeta agrega expresamente sus partes internas, abordando como si fuera su propia mente y corazón, y todas las facultades de ambos. Cuando así se habla a sí mismo, es como si, alejado de la presencia de los hombres, se examinara ante Dios. La repetición hace que su lenguaje sea aún más enfático, como si tuviera la intención de reprender su propia pereza.

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