Los veinticinco años del reinado de Amasías pueden reducirse a un espacio estrecho. Su historia, como se relata aquí, consistió principalmente en restaurar el orden en el servicio del templo, por el cual se dice que hizo lo recto ante los ojos del Señor, aunque no como David. Las otras partes se parecen mucho a las de otros en cuanto a extender su autoridad y en un deseo de extender sus conquistas, en las que, sin embargo, fue derrotado.

La parábola del cardo y el cedro, que Joás utilizó para corregir la locura de Amasías, fue bien escogida. Y el evento correspondió a su figura. Pero lo que me gustaría principalmente que el lector comentara al pasar por estos capítulos, de la guerra, la desolación y la espada, es ver en ellos las tristes consecuencias de un estado caído. Incluso en la historia de Israel, la nación que Dios eligió para sí mismo de toda la tierra, vemos la misma triste ruina a causa del pecado.

Nadie jamás ha contemplado plenamente la terrible situación a la que nuestra naturaleza ha sido reducida por la caída. Y nunca se comprobará plenamente en esta vida. Y por lo tanto, nadie, ni siquiera los redimidos que sienten los preciosos efectos de la regeneración, pueden, mientras permanezcan en un cuerpo de pecado y muerte, calcular las gloriosas consecuencias de la redención de Jesús. ¡Oh! ¡Bendito, misericordioso y amado Señor Jesús! ¿Cuándo conoceré plenamente tu hermosura y las inmensas misericordias que has realizado por tu pueblo para alabanza de la gracia de tu Padre y compra de tu sangre?

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