¡Lector! No olviden de nuevo, al leer esta escritura bendita, observar cómo el Señor aprovecha la indignidad del hombre para magnificar las riquezas de su gracia. Así, en verdad, el Señor ha hecho desde el principio. La caída de Adán dio paso a la venida del Señor Jesucristo. ¡Oh! ¡Qué maravillas se encuentran en el tema de la gracia redentora! ¡Qué bendición es ver la gracia de Dios! El Señor había enviado a su siervo, el profeta, en un mensaje a Acaz, para consolarlo, a pesar de sus transgresiones, en la perspectiva de que sus enemigos vinieran contra su reino; y aunque no parece, que tuvo algún efecto sobre la mente de Acaz; sin embargo, el Señor volverá a hablarle; y, si es posible, de una manera aún más entrañable, le pide que pida una señal que pueda convertirse en prueba de la fidelidad divina.

Pero el rey es sordo a todas las súplicas. ¡Pobre de mí! qué criaturas somos, cuando estamos desprovistos de gracia; ¡Cuán perdido e insensible, aun para la bondad y la gran paciencia de Dios! Pero aunque Acaz desprecie al Señor, el Señor no menospreciará a su pueblo; la señal no se perderá para la Iglesia, porque es una de las más benditas. Y aunque el rey lo despreciaba, había, sin duda, muchos de los escondidos de Dios a quienes demostró, como el Señor lo diseñó, un apoyo misericordioso contra las aflicciones de la iglesia que se acercaban rápidamente.

Ya que Acaz no pedirá una señal, Jehová le dará a la casa de David una señal sin pedirla: sí, el Señor mismo dará tanto la señal como la bendición velada bajo la señal, de su propia bondad gratuita, inmerecida y no buscada. ¡He aquí, entonces, la asombrosa señal! Una virgen concebirá, sin el uso de los medios naturales de propagación; nacerá un hijo, sin la intervención de un padre humano; y este niño maravilloso será llamado por un nombre significativo de su naturaleza, como Dios y hombre en una sola persona, ¡Emanuel! Y aunque tan distinguido de todos los demás, sin embargo, en las circunstancias comunes de la vida, será como los demás; comerá mantequilla y miel; es decir, debe estar sujeto a todas las necesidades y enfermedades naturales de la humanidad, con la única excepción del pecado.

Ahora bien, todas estas marcas y caracteres eran en verdad signos, que cuando se cumplieron en una y la misma persona, no dejaron ninguna duda sobre a quién se refería la profecía: y como nunca lo fueron, ni jamás podrían cumplirse en ningún otro que no fuera el Señor Jesucristo. ; cuán bienaventurado es seguir el rastro del amor de Dios, cuidando así a la iglesia, y abriendo así a la vista de la iglesia la venida de su Señor, en una época tan lejana y remota, como la que vivió el profeta Isaías.

Sólo detengo al lector, para comentar conmigo, la gracia de Dios en los dulces descubrimientos hechos de Jesús, de época en época: cómo, de manera gradual, desde el primer amanecer de la revelación, hasta el momento mismo de la venida de Cristo, el Señor desplegó las maravillas de su persona y carácter, como la luz de la mañana, ¡brillando cada vez más hasta un día perfecto! A Adán se le dijo que el Redentor debería ser de la simiente de la mujer; a Abraham, de su casa y familia; a Jacob, la tribu de la cual brotaría; en la época de David, se predijeron muchos de sus oficios, en su carácter profético, sacerdotal y real; y ahora, en los días de los profetas, se dieron otras características: Isaías en este lugar declara que nacería de una virgen; A Miqueas se le encarga que diga el lugar de su nacimiento; Daniel el tiempo: y así el Señor preparó a la iglesia, poco a poco, para tener conceptos claros tanto de su persona como de su carácter, a fin de que cada alma pudiera estar alerta para recibir y recibir. el Salvador venidero!

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