Según su inmundicia, la de su idolatría, su rebelión contra el Dios del pacto, y según sus transgresiones, la iniquidad de sus actos pérfidos, les hice, tratándolos como merecían, y escondí mi rostro de ellos. No fue la impotencia de Israel lo que entregó a Israel en manos de los enemigos, sino el juicio de Dios sobre un pueblo desleal.

Los enemigos, por tanto, no debían atribuirse el mérito de la situación actual; porque Dios lo había realizado para llevar a cabo sus planes con respecto a los que en verdad pertenecían a su pueblo.

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