Es necesario tener en cuenta que estas personas fueron conducidas a la tierra no solo para encontrar una posesión para sí mismos como una nación establecida, sino primero como el azote de Dios contra un pueblo corrupto y corruptor. En vista de este hecho, la guerra era inevitable y, por lo tanto, ahora se dieron instrucciones particulares para la orientación del pueblo en la guerra.

En primer lugar, se les encargó que mantuvieran ante ellos la visión de Dios, lo único que les permitiría librarse del miedo en presencia del enemigo. Antes de ir a la batalla, se ordenó que el sacerdote anunciara con autoridad la presencia de la autoridad y el poder de Dios.

Luego, el ejército mismo debía ser tamizado. Los hombres cuyos corazones por el momento estaban puestos en otras cosas, casas, viñedos o esposas, no debían entrar en la línea de batalla. Además, aquellos que no lograron ver la visión de Dios y, por lo tanto, eran débiles de corazón, serían rechazados.

Antes de atacar ciudades lejanas, se hizo un ofrecimiento de paz. Donde había sumisión, se seguía una cierta medida de indulgencia. En el caso de las ciudades que el Señor les dio en herencia, la guerra sería de exterminio. Las razones de esto ya han sido reveladas.

En conexión con estos mandamientos se encuentra una de esas evidencias notables de la atención divina a los asuntos más pequeños. No se debían talar árboles que fueran de valor para el sustento de la gente.

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