El profeta fue ahora levantado por el Espíritu y llevado a la puerta oriental, es decir, al lugar adonde se había ido la gloria de Dios. Allí vio un cónclave de veinticinco hombres presididos por príncipes del pueblo, que tramaban iniquidad, es decir, conspiraban contra el rey de Babilonia. Declararon que estaban a salvo en su ciudad.

Instruido por el Espíritu, Ezequiel pronunció una denuncia de ellos y declaró la venganza de Dios contra ellos. Tomando su figura del caldero y la carne, declaró que serían sacados de en medio de él, y eso a causa de su pecado.

Mientras profetizaba, uno de los príncipes murió, y Ezequiel, lleno de asombro, se postró sobre su rostro ante Jehová y le suplicó que intercediera. Este llamamiento fue respondido con la declaración de que Jehová protegería a los esparcidos entre las naciones, siendo él mismo para ellos un santuario en los países adonde habían venido. Además, prometió que eventualmente los devolvería a la tierra de Israel, y que en su venida serían purificados y restaurados moral y espiritualmente, pero que la venganza inevitablemente recaería sobre aquellos que persistieran en su pecado.

Una vez más, se le concedió una visión de la gloria de Dios saliendo de la ciudad. Al regresar de estas visiones, pronunció en oídos de los cautivos todas las cosas que el Señor le había mostrado.

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