Las fiestas de Jehová eran signos y símbolos nacionales. Estos fueron ahora tratados. El primer lugar se le dio al sábado. Su recurrencia constante, gobernada no por el orden natural, sino por la promulgación divina, hablaba siempre de cosas infinitas y valores eternos.

El año comenzó con la fiesta de la Pascua y los Panes sin Levadura, recordando así a la gente las verdades fundamentales sobre su existencia nacional.

La fiesta de las Primicias se celebraría en la tierra. Marcó el hecho de la posesión y se caracterizaría por la alegría.

Después de un lapso de siete semanas completas durante las cuales se recogió la cosecha, se observó la fiesta de la Cosecha, siendo este un reconocimiento de que todo provenía de Dios.

El séptimo mes era el mes más sagrado del año. En él se observaban dos grandes ordenanzas: el Día de la Expiación y la fiesta de los Tabernáculos, precedidos por la fiesta de las Trompetas. El Día de la Expiación ya se ha descrito (capítulo 16). Aquí se coloca entre las fiestas de Jehová. Todas las demás fiestas fueron tiempos de alegría. Este iba a ser un día de dicción. Sin embargo, en el sentido más profundo, fue un día de fiesta y regocijo. El duelo era el método, pero la alegría era el problema.

La fiesta final del año era la de los Tabernáculos. Al vivir en cabañas, la gente recordaba el carácter peregrino de su vida bajo el gobierno de Dios. Iba a ser sobre todo una fiesta de alegría. La disposición a obedecer la voluntad de Dios es motivo de cánticos más que de cantos fúnebres.

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