Este es el primero de los seis salmos que constituyen el Hallel o Himno de Alabanza, que los hebreos cantaban en la Pascua, Pentecostés y la Fiesta de los Tabernáculos. Este grupo es necesariamente de especial interés para nosotros porque con toda probabilidad, estos salmos fueron cantados por nuestro Señor y sus discípulos en esa noche oscura en la que fue traicionado. Si bien los leeremos y pensaremos en ellos como las canciones de los pueblos antiguos, no podemos evitar pensar en ellos como pronunciados por esa Voz que fue y es la música perfecta.

El primer salmo celebra el nombre de Jehová en dos aspectos. Él es alto, pero es humilde; sobre las naciones y sobre los cielos, humillándose para contemplar los cielos y la tierra. Ésta es una forma sorprendente de afirmar el hecho. Lo que exalta al hombre, la contemplación y consideración de la creación y sus glorias, humilla a Dios, hasta ahora está por encima de la creación en la terrible majestad de su vida esencial.

Sin embargo, ¡cómo se humilla a sí mismo! Piense en estas palabras que salieron de los labios de Aquel que "se humilló a sí mismo" y se hizo "obediente hasta la muerte". Luego observe las evidencias de la humildad y la altura de Dios. Se inclina para levantar, porque levanta al pobre, levanta al necesitado y convierte la esterilidad en el gozo de la maternidad. Una vez más, piense cómo, en medio de las sombras cada vez más profundas, el Verbo Encarnado cantó con un pequeño grupo de hombres sobre el propósito de Su humillación, e intente imaginar el gozo que se le presentó, y así acérquese a la comprensión de cómo soportó.

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