Eclesiastés 12:13

I. Entre las causas de un espíritu escéptico, puedo asignar el primer lugar a esa reacción natural contra la autoridad que resulta cuando el entendimiento se emancipa por primera vez del control que restringió su libre ejercicio durante los años de la juventud anterior. La autoridad es la guía de la infancia. No hay en el niño ningún prejuicio, ninguna reticencia a que se le enseñe. Está bastante contento de confiar en sus opiniones.

Pero llega el momento en que el razonamiento de segunda mano ya no nos basta. A medida que adquirimos el poder de pensar por nosotros mismos, también nos volvemos deseosos de hacerlo. Y rara vez sucede, pero en el proceso comenzamos a dudar de lo que hasta ahora habíamos considerado verdades indiscutibles. El desarrollo de nuestras facultades físicas trae consigo exactamente el mismo tipo de tentaciones que la evolución de nuestras facultades intelectuales.

Llega el momento en que el niño siente que sus poderes se expanden, y cuando el espíritu de confianza en sí mismo que inspira la conciencia de la fuerza y ​​el vigor haría que soportara con impaciencia esos controles y restricciones a los que antes se sometía sin desgana.

II. El escepticismo posee un atractivo, especialmente para las mentes de los jóvenes, por la idea de que indica fortaleza mental. Sienten que ser superior a los prejuicios vulgares es algo de lo que enorgullecerse, y se imaginan que exhiben el mayor poder mental cuanto más pueden revertir lo establecido antes. Creo que no hay mayor error que este. La fe es el poder principal que puede efectuar cualquier cosa grande en este mundo.

Cuando se eleva al entusiasmo, ha realizado maravillas y revolucionado los asuntos humanos; pero incluso en su forma sobria ordinaria, la fuerte convicción y la consiguiente disposición a actuar sobre la base de esa convicción es lo que le da al hombre el poder de hacer algo grande por sí mismo e influir en los demás. El escepticismo es la ausencia de este poder. Puede ser algo que merezca simpatía, ternura o lástima; pero ciertamente no es algo de lo que enorgullecerse.

G. Salmon, Sermones predicados en Trinity College, Dublín, pág. 130.

Referencia: Eclesiastés 12:13 ; Eclesiastés 12:14 . H. Wace, Contemporary Pulpit, vol. i., pág. 106.

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