Saúl reina dos años. Luego elige a tres mil hombres: dos mil están con él y uno con Jonatán. Jonatán, hombre de fe, actúa con energía contra los enemigos del pueblo de Dios y golpea a los filisteos; pero la energía de la fe, actuando (como siempre lo hace) en la fortaleza misma del enemigo, provoca naturalmente su hostilidad. Los filisteos se enteran: Saúl es incitado a la acción, y convoca, no a Israel, sino a los "hebreos".

“Resaltemos aquí que hay fe en Jonatán. La carne, puesta en la posición de líder del pueblo de Dios, sigue ciertamente el impulso dado por la fe, pero no la posee; y la palabra Hebreos, el nombre por el cual un filisteo habría llamado al pueblo, indica que Saúl confiaba en la reunión de la nación como un cuerpo constituido, y no entendió mejor que un filisteo la relación entre un pueblo elegido y Dios.

Y esta es la posición que se nos presenta en la historia de Saúl. No es una oposición premeditada a Dios, sino la carne colocada en un lugar de testimonio y usada para llevar a cabo la obra de Dios. Vemos en él a una persona vinculada con los intereses del verdadero pueblo de Dios, haciendo la obra de Dios de acuerdo con la idea que tiene el pueblo de su necesidad, una idea verdadera en cuanto a su necesidad real; pero es uno que busca sus recursos en la energía del hombre, energía a la cual Dios no le niega Su ayuda cuando hay obediencia a Su voluntad, porque Él ama a Su pueblo; pero que en principio, en motivo moral e interno, nunca puede ir más allá de la carne de la que brota.

En medio de todo esto la fe puede actuar, y actuar con sinceridad, y este es el caso de Jonathan. Dios bendecirá esta fe, y siempre lo hace, porque le pertenece; y en este caso (y es su don) porque busca sinceramente el bien del pueblo de Dios. Todo esto es, en principio, una especie de cuadro de la iglesia profesante, que en este punto de vista anticipa el verdadero reinado de Cristo, y en esta posición incluso falla en su fidelidad a Dios.

La verdadera fe, en medio de tal sistema, nunca se eleva tan alto como la gloria del que viene, el verdadero David rechazado, pero lo ama y se une a él. Si la iglesia está meramente profesando, ella persigue a Cristo; pero la que obra por la fe en ella, lo ama y lo reconoce, aun cuando es cazado como una perdiz en los montes.

Habiendo atacado así Jonatán con fe a los filisteos, Saúl, quien aparentemente conduce al pueblo ante Dios, es puesto a prueba. ¿Se mostrará competente? ¿Recordará el verdadero principio sobre el cual descansa la bendición del pueblo? ¿Actuará como un sacerdote real, o reconocerá al profeta como el verdadero vínculo de fe entre el pueblo y Dios, vínculo cuya importancia y necesidad debería haber reconocido, ya que le debía su lugar actual y poder, y le había probado su propia misión y autoridad profética al establecer la suya? Cuando llega el momento crítico, Saúl fracasa.

Vale la pena volver a rastrear aquí las señales de la incredulidad de la carne. Los filisteos son heridos. La nación, activa y enérgica, se entera; nada podría ser más natural. Saúl tiene el mismo recurso: no invocar a Dios, no clamar a Jehová, el Dios de Israel; Samuel no se da cuenta de su fe, aunque recuerda lo que Samuel le había dicho. Si los filisteos han oído, los hebreos también deben oír.

Israel teme; Dios no da respuesta a la incredulidad cuando la prueba de la fe es su objeto. Saúl llama al pueblo tras él a Gilgal, pero pronto se dispersaron de él al oír el rumor de que los filisteos se habían reunido. Saúl está en Gilgal, y Samuel viene de nuevo a su mente. Ya no era como cuando el reino había sido renovado. Las circunstancias naturalmente sugirieron a Samuel como un recurso. Saúl se demoró siete días para él conforme a su palabra.

Lo espera el tiempo suficiente para satisfacer la exigencia de la conciencia. La naturaleza puede recorrer un largo camino con este principio; pero no tiene ese sentido de su propia debilidad, y de que todo depende de Dios, que le hace esperar en Dios, como único recurso y trabajador. Luego, como una vez el pueblo trajo el arca al campamento, él ofrece el holocausto. Pero, si hubiera tenido confianza en Dios, habría entendido que, cualquiera que fuera el resultado, debía esperar en Él; que era inútil hacer algo sin Él, y que no corría ningún riesgo al esperarlo.

Un Dios fiel no podía fallarle. Había pensado en Samuel, y en haberle dicho que esperara, de modo que no tenía excusa; recordó que la guía y la bendición de Dios se encontraron con el profeta. Pero él mira las circunstancias: el pueblo está disperso, y Saúl busca traer a Dios por un acto de devoción sin fe. Era el momento decisivo; Dios habría confirmado su reino sobre Israel, habría establecido su dinastía. Pero ahora había elegido a otro.

Obsérvese aquí que no es por ser derrotado por los filisteos que Saúl pierde el trono. La culpa era entre él y Dios. Los filisteos no lo atacan. A Satanás le basta si consigue ahuyentarnos del camino puro y simple de la fe. Samuel parte después de haber dado a conocer a Saúl la mente de Dios. Los filisteos saquean la tierra, que está indefensa. Además, el pueblo no tenía ni espada ni lanza.

¡Qué cuadro del estado del pueblo de Dios! ¡Cuán a menudo encontramos que los que profesan ser hijos de Dios, ser de la verdad y herederos de las promesas, están desarmados ante los enemigos que los despojan!

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