En el capítulo 11 Dios juzga a los líderes de la iniquidad, que se consolaban pensando que la ciudad era inexpugnable [1]. Deben ser sacados de en medio de ella y ser juzgados en la frontera de Israel. Uno de estos impíos muere en presencia del profeta, lo que pone de manifiesto el dolor de su corazón y su intercesión por Israel. En respuesta, Dios distingue a los que están en Jerusalén de los cautivos.

En cuanto a estos últimos, Dios había sido un santuario para ellos dondequiera que estuvieran. Los restauraría y les devolvería la tierra. Los purificaría y les daría un corazón nuevo. Ellos deberían ser Su pueblo, y Él sería su Dios. Pero en cuanto a los que anduvieron tras sus abominaciones, sus caminos deben ser visitados en el juicio. El remanente siempre se distingue, y la conducta individual es la condición de la bendición, salvo que ellos, los fieles, sean establecidos como el pueblo de Dios al final.

La gloria de Jehová entonces abandona la ciudad y se para sobre el Monte de los Olivos, del cual Jesús ascendió, y al cual descenderá nuevamente para la gloria de Israel. Esta parte de la profecía termina aquí.

Nota 1

Se recordarán las exhortaciones de Jeremías: someterse a Nabucodonosor, e incluso salir de la ciudad e ir a él.

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