El profeta comienza declarando que la tierra debe ser reducida a una completa desolación; después, que Judá, Jerusalén, sus dioses falsos y sus sacerdotes, serían heridos por la mano de Jehová. Los idólatras, los que mezclaron el nombre de Jehová con el de otros dioses, los que se habían vuelto atrás de Jehová, los que no le habían buscado, cada uno es llamado a callar en la presencia del Señor Jehová; porque cercano estaba el día de Jehová.

Él había preparado Su sacrificio, Él había invitado a Sus invitados; y en el día de Su sacrificio, el rey, el príncipe y los hijos del rey serían visitados por Su mano. La violencia y el engaño deben recibir su justa recompensa. El día de Jehová debe hacer que se oiga un clamor desde las puertas de Jerusalén. Escudriñaría Jerusalén como con candelas, y pondría de manifiesto la insensatez de aquellos que negaban Su intervención para bien o para mal.

El profeta luego declara, en términos generales pero más contundentes, los terrores del día de Jehová. Toda la tierra debe ser devorada por el fuego de Su celo. Tenemos aquí toda la tierra -Jerusalén y Judá- juzgada en el gran día de Dios. Esta división de la profecía termina aquí.

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